2 Corintios 5 es el quinto capítulo de la Segunda epístola a los corintios del Nuevo Testamento de la Biblia cristiana. Fue escrito por Pablo de Tarso y Timoteo de Éfeso (2 Corintios 1:1) en Macedonia entre los años 55 y 56 d. C.[1]
El teólogo del siglo XVIII John Gill (1697-1771) resume el contenido de este capítulo:
El apóstol, en este capítulo, amplía la reconfortante seguridad, expectativa y deseo de los santos de la gloria celestial; discurre sobre la diligencia y el esfuerzo de él mismo y de otros ministros del Evangelio en la predicación de la palabra, con las razones que los indujeron a ello; y lo concluye con una alabanza del ministerio del Evangelio desde el importante tema, resumen y esencia del mismo.[2]
El texto original fue escrito en griego koiné. Este capítulo se divide en 21 versículos.
Algunos de los primeros manuscritos que contienen el texto de este capítulo son:[4]
«Nuestra morada terrenal» se refiere al cuerpo; de manera similar, Platón también llama al cuerpo γὴινον σκήνον, gēinon skēnov, «tabernáculo terrenal», al igual que los judíos llaman al cuerpo una casa o un «tabernáculo». [7] Abarbinel parafrasea Isaías 18:4 «mi morada, que es el cuerpo, pues ese es «el tabernáculo del alma»».[8]
La «casa no hecha por manos humanas, eterna en los cielos» puede interpretarse como el «cuerpo glorificado» (después de la resurrección), o «la casa santa» en el mundo venidero,[9] lo que podría estar contemplado en Isaías 56:5 o Proverbios 24:3.[2]
O. P. Kretzmann señala que en la vida de un creyente cristiano «hay un anhelo por el hogar, una nostalgia por el cielo». Harold H. Buls comenta que «este versículo aborda la gran paradoja de la vida del cristiano»: aunque los creyentes sienten nostalgia, están alegres; anhelan el cielo, pero están contentos.[11]
Aunque la expectativa de gozar de bienes tan grandes impulsa a Pablo a anhelar vivir junto al Señor, no olvida que en el presente debe actuar con diligencia para agradar a Dios, manteniendo la mirada puesta en el encuentro definitivo con Cristo. Este fragmento también señala la realidad del juicio particular, en el que cada persona rendirá cuentas de su vida y de sus obras ante Dios, reafirmando la responsabilidad moral que acompaña a la esperanza de la vida eterna.
Cada hombre, después de morir, recibe en su alma inmortal su retribución eterna en un juicio particular que refiere su vida a Cristo.[12]
La sentencia de premio o castigo depende de los merecimientos del alma durante su vida en la tierra, ya que con la muerte termina el tiempo y la posibilidad de merecer. Las palabras de San Pablo nos exhortan a esforzarnos en esta vida por ser gratos al Señor:
¿No brilla en tu alma el deseo de que tu Padre-Dios se ponga contento cuando te tenga que juzgar?.[13]
Pablo retoma la explicación de su conducta, subrayando su transparencia y rectitud. El principio que guía sus acciones es «el amor de Cristo», entendido tanto como el amor de Cristo hacia la humanidad como el amor de los creyentes hacia Él. A partir de este amor, resume de manera concisa el núcleo de la Redención: Dios ha reconciliado a la humanidad consigo mismo a través de Jesucristo, quien asumió los pecados de todos y entregó su vida por la salvación de todos los hombres.[14]
MacDonald sugiere que el pasaje a partir de 2 Corintios 2:14, en el que Pablo defiende su autoridad como apóstol, termina aquí, en 2 Corintios 5:19. Señala que la siguiente sección (versículo 20 a 2 Corintios 6:2) está «estrechamente relacionada» con el texto anterior, al tiempo que inicia «un nuevo tipo de exhortación».[16]
Pablo explica nuevamente su conducta, destacando su sinceridad y claridad. Su comportamiento se guía por «el amor de Cristo», entendido tanto como el amor de Cristo hacia la humanidad como el amor de los creyentes hacia Él. A partir de este amor, sintetiza el núcleo de la Redención: Dios ha reconciliado a los hombres consigo mismo mediante Jesucristo, quien asumió los pecados de todos y entregó su vida por la salvación de la humanidad.
Todo lo que el Hijo de Dios obró y enseñó para la reconciliación del mundo, no lo conocemos solamente por la historia de sus acciones pasadas, sino que lo sentimos también por la eficacia de lo que él realiza en el presente.[17]
Como aparece en el v-19, Dios ha constituido a los Apóstoles embajadores de Cristo para llevar a los hombres la palabra de la reconciliación:
La Iglesia erraría en un aspecto esencial de su ser y faltaría a una función suya indispensable, si no pronunciara con claridad y firmeza, a tiempo y a destiempo, la “palabra de reconciliación” y no ofreciera al mundo el don de la reconciliación. Conviene repetir aquí que la importancia del servicio eclesial de reconciliación se extiende, más allá de los confines de la Iglesia, a todo el mundo.[18]
Pablo dice en el v-14: La caridad de Cristo nos urge. Esta expresión señala que el amor de Cristo es un impulso decisivo en la vida de los creyentes. Para todos los cristianos, este amor debe convertirse en un motor que los motive a anunciar y compartir con los demás la salvación obtenida por Jesucristo, llevando su gracia y esperanza a todas las personas.
Nos urge la caridad de Cristo (cfr 2 Co 5,14) para tomar sobre nuestros hombros una parte de esa tarea divina de rescatar las almas (…). De ahí el deseo vehemente de considerarnos corredentores con Cristo, de salvar con Él a todas las almas.[19]
«Lo hizo pecado» (v. 21). En los sacrificios expiatorios del Antiguo Testamento, el término “pecado” se aplica más al sacrificio o a la víctima ofrecida que al acto de transgresión en sí. Por ello, cuando se dice que Dios “lo hizo víctima por el pecado” o “sacrificio por el pecado”, se señala que Cristo fue ofrecido como expiación por la humanidad, sin que Él mismo pudiera ser culpable de pecado, cumpliendo así su misión redentora. Cristo no tuvo pecado alguno; cargó con el pecado, pero no lo cometió[20]. Jesucristo, al asumir nuestros pecados y ofrecerse en la cruz como víctima por ellos, realiza plenamente la Redención. Con su entrega, reconcilia a la humanidad con Dios, abre el camino de la salvación y permite que los hombres participen de la vida divina, transformando el sufrimiento en un acto de amor que da plenitud y esperanza a todos los creyentes.
En la pasión y muerte de Cristo —en el hecho de que el Padre no perdonó la vida a su Hijo, sino que “lo hizo pecado por nosotros”— se expresa la justicia absoluta, porque Cristo sufre la pasión y la cruz a causa de los pecados de la humanidad. (…) La dimensión divina de la redención no se actúa solamente haciendo justicia del pecado, sino restituyendo al amor su fuerza creadora en el interior del hombre, gracias a la cual él tiene acceso de nuevo a la plenitud de vida y de santidad, que viene de Dios. De este modo, la redención comporta la revelación de la misericordia en su plenitud.[21]