2 Corintios 10 es el décimo capítulo de la Segunda epístola a los corintios del Nuevo Testamento de la Biblia cristiana. Fue escrito por Pablo de Tarso y Timoteo de Éfeso (2 Corintios 1:1) en Macedonia entre los años 55 y 56 d. C.[1] Según el teólogo Heinrich August Wilhelm Meyer, los capítulos 10-13 «contienen la tercera sección principal de la Epístola, la defensa polémica del apóstol de su dignidad y eficacia apostólica, y luego la conclusión».[2] Según Margaret MacDonald, «preparan el terreno» para la próxima visita de Pablo a Corinto. Toda esta tercera sección se basa en la convicción de que «la autoridad del apóstol se basa en el hecho de que su fuerza/debilidad personal se hace eco de la fuerza/debilidad del Cristo crucificado/resucitado».[3]
El texto original fue escrito en griego koiné. Este capítulo se divide en 18 versículos.
Algunos de los primeros manuscritos que contienen el texto de este capítulo son:
Pablo hace la apología de su persona en polémica con sus adversarios en Corinto. En contraste con el tono de afecto de las secciones anteriores, aquí emplea un estilo enérgico ante el peligro que para aquella joven comunidad cristiana supondría romper con su fundador y Apóstol. En primer lugar expone la defensa ante las acusaciones de debilidad en el ejercicio de su misión, y de vanagloria por su trabajo en Corinto (10,11-18). Luego compara sus títulos de honor con los de sus adversarios (11,1-12,18). Finalmente, indica que esta apología va orientada a la enmienda de los corintios antes de su próxima visita (12,19-13,10).[5]
Las armas (ὅπλα, opla) a las que se refiere Pablo «no son carnales» (ου σαρκικα, ou sarkika). No se basan en el poder y la autoridad humanos, ni en el saber o la elocuencia.[7]
Pablo sabe que se le critica por ser audaz y directo en sus escritos, pero se le trata como débil y poco asertivo cuando está presente: ha señalado lo mismo en el versículo 1,
El comentarista bíblico Edward Plumptre señala también la crítica de que el retraso de Pablo en regresar a Corinto, que él ha explicado en 2:15–17, también se consideró «una prueba de que estaba eludiendo [un] encuentro».[9]
El Apóstol responde directamente a las críticas de quienes intentaban desprestigiarlo. Sus opositores, que se presentaban como procedentes del judaísmo, se consideraban poseedores de un conocimiento religioso más elevado que el suyo y utilizaban esta supuesta superioridad para poner en duda su autoridad apostólica. Ante estas afirmaciones, Pablo desmonta sus pretensiones destacando que su misión y su saber no provienen de credenciales humanas, sino del llamado directo de Cristo y de su entrega total al anuncio del Evangelio.[10]
Pablo afirma con claridad su autoridad apostólica frente a quienes interpretaban su mansedumbre como debilidad. Recuerda que esa autoridad le fue concedida por Cristo y que su intención es ejercerla para edificar, no para destruir. Aclara además que “vivir en la carne” alude simplemente a la condición humana, mientras que “militar según la carne” significa actuar guiado por criterios puramente humanos, alejados del espíritu evangélico.
Proceder según la carne se dice de quienes ponen su fin en bienes materiales y orientan sus obras para conseguir lo que es de la carne. Y como esto se lo pueden arrebatar, se comportan con blandura y sumisión con los demás.[11]
Los creyentes no deben gloriarse en sí mismos ni en las circunstancias externas de sus vidas, ni en sus «dotes mentales internas», sino más bien «en el Señor Jesucristo, como autor y dador de todos los dones, naturales y espirituales».[13]
Pablo responde a la acusación de vanagloriarse por su labor en Corinto dejando claro que su satisfacción proviene de los frutos de su ministerio, no de un orgullo personal. No se adjudica méritos ajenos ni compite con otros predicadores, sino que fundamenta toda su obra en la acción de Dios, siguiendo las palabras de Jeremías: El que se gloríe, gloríese en el Señor. De este modo enseña que los juicios humanos tienen un valor limitado, mientras que el verdadero reconocimiento es el que proviene de Dios.[14]
Hermanos míos, si yo tuviere que presentarme ante vuestro tribunal, con razón me gloriaría de vuestras alabanzas. Y si tuviese que ser juzgado por mi misma conciencia, satisfecho de mi propio testimonio, me deleitaría en mis alabanzas. Mas, puesto que he de presentarme no ante vuestro juicio ni ante el mío, sino ante el de Dios, ¿qué gran insensatez, más aún, qué gran locura será gloriarme de vuestro testimonio o del mío, principalmente siendo Él tal, que todas las cosas están desnudas y abiertas a sus ojos, y no tiene necesidad de que alguno le dé testimonio humano?.[15]