Hebreos 3 es el tercer capítulo de la Epístola a los Hebreos del Nuevo Testamento de la Biblia cristiana. El autor es anónimo, aunque la referencia interna a «nuestro hermano Timoteo» (Hebreos 13:23) provoca una atribución tradicional a Pablo, pero esta atribución se discute desde el siglo II y no hay pruebas decisivas de la autoría.[1]{[2] Este capítulo contiene la comparación de Moisés con Jesús ('el Hijo'), así como la aplicación y la advertencia para la congregación.[3][4]
El texto original fue escrito en griego koiné. Este capítulo está dividido en 19 Versículos.
Algunos manuscritos tempranos que contienen el texto de este capítulo son:
La fidelidad de Jesús a Dios como el que lo designó es paralela a la fidelidad de Moisés, invitándonos a confiar plenamente en Jesús.[8]
Se destaca el papel fundamental de Moisés como revelador de la voluntad de Dios a Israel (Numbers 12:7).[8]
Basándose en la fidelidad a su misión demostrada por Moisés y, de forma suprema, por Jesucristo, el autor sagrado resalta la superioridad de Cristo utilizando la imagen de la casa, que puede entenderse tanto como edificio como familia. En este contexto, el arquitecto es superior al edificio y el hijo al administrador. Sobre Cristo se fundamenta nuestra esperanza (v. 6).
Los títulos «Apóstol» y «Sumo Sacerdote» (v. 1) revelan la misión del Hijo en el mundo: Jesús es el mensajero enviado por Dios a los hombres y el representante de los hombres ante Dios (cfr. Ml 2,7). Justino explica que se le llama mensajero y Apóstol porque Él anuncia lo que hay que conocer y es enviado para manifestarnos cuanto el Padre nos comunica. El mismo Señor así lo dio a entender cuando dijo: “el que me oye, oye a Aquél que me ha enviado”. (*Apología* 1,63,5).[13]
La vocación cristiana, llamada aquí «vocación celestial» (v. 1), es un llamamiento personal que procede del Cielo y conduce hacia el Cielo. Es la invitación de Dios a seguir a Jesucristo dentro de la Iglesia, participando en su misión y esperanza.[14]
El Espíritu Santo, al que se reconoce como el que habló 'a través de David' en el Salmo 95 (3:7; Hebreos 4:7), sigue hablando a generaciones de cristianos y les advierte que 'hagan de cada día un nuevo 'Hoy' para escuchar su voz y vivir'.[8]
Frente al peligro de desánimo que enfrentaban los destinatarios de la carta, el autor sagrado les exhorta a mantenerse fieles a Cristo, basándose en argumentos tomados de la Sagrada Escritura y relacionados con la figura de Moisés. En el relato de la creación, Dios descansó al séptimo día (cfr. Gn 2,2), y este descanso fue establecido en el Antiguo Testamento como un acto de imitación divina (cfr. Ex 20,10-11). Asimismo, el éxodo se percibía como una nueva creación, al final de la cual el pueblo encontró descanso al entrar en la tierra prometida. [17]
El autor de la carta ofrece una interpretación cristiana de este evento: el éxodo prefigura la redención realizada por Cristo, quien, como un nuevo Moisés, guía a su pueblo hacia el descanso eterno. Por ello, insiste en la necesidad de fidelidad. Basándose en el Salmo 95, que recuerda la rebelión de los israelitas en el desierto cuando murmuraron contra Dios por la falta de agua[18], se anima a los creyentes a imitar a aquellos que permanecieron fieles y confiaron en la promesa de entrar en el «descanso» de Dios.
El pasaje subraya que la palabra del Espíritu Santo es viva y actual, válida «hoy» (v. 13). De este modo, el castigo divino por la falta de fe, las murmuraciones y desobediencias del pueblo en el pasado sirve como una advertencia para los cristianos de todos los tiempos. La infidelidad puede llevar al fracaso en alcanzar la vida eterna. La incredulidad, generalmente, no surge de manera repentina, sino que es el resultado de un proceso de desobediencia interior progresiva. Por ello, es imprescindible responder continuamente a la gracia de Dios. Este llamado a la perseverancia se ejemplifica en los primeros cristianos, quienes eligieron morir antes que «apostatar del Dios vivo» (v. 12). La fidelidad a Cristo, sostenida por una constante apertura a la gracia, es la clave para evitar la dureza de corazón que conduce a la incredulidad y al alejamiento de Dios. [17]
Con un orgullo santo escribía uno de aquellos mártires:
Se nos decapita, se nos clava en cruces, se nos arroja a las fieras, a la cárcel, al fuego, y se nos somete a toda clase de tormentos; pero a la vista de todos está que no apostatamos de nuestra fe. Antes bien, cuanto mayores son nuestros sufrimientos, tanto más se multiplican los que abrazan la fe y la piedad por el nombre de Jesús.[19]