2 Corintios 12 es el decimosegundo capítulo de la Segunda epístola a los corintios del Nuevo Testamento de la Biblia cristiana. Fue escrito por Pablo de Tarso y Timoteo de Éfeso (2 Corintios 1:1) en Macedonia entre los años 55 y 56 d. C.[1] Pablo continúa «hablando como un necio» en este capítulo (cf. 2 Corintios 11:1, 21).[2]
El texto original fue escrito en griego koiné. Este capítulo se divide en 21 versículos.
Algunos de los primeros manuscritos que contienen el texto de este capítulo son:
Margaret MacDonald señala aquí la impresión de que Pablo está dispuesto, aunque reacio, a pasar a discutir un tema controvertido, sus visiones y revelaciones del Señor (es decir, recibidas del Señor).[2]
Pablo relata las visiones y revelaciones que recibió a lo largo de su vida, incluyendo su experiencia de ser llevado al tercer cielo, signo de su unión privilegiada con Dios y prueba de su superioridad frente a los falsos maestros que valoraban los fenómenos extraordinarios. Menciona también el aguijón en la carne, interpretado por distintos Padres como persecuciones, enfermedad física o tentaciones. Al aceptar esta debilidad y escuchar la respuesta divina te basta mi gracia, Pablo ofrece una lección fundamental: el camino cristiano consiste en reconocer la propia fragilidad y apoyarse plenamente en la fuerza de Dios.[14]
Porque Dios libra de las tribulaciones no cuando las hace desaparecer (…), sino cuando con la ayuda de Dios no nos abatimos al sufrir tribulación.[15]
En la conclusión del discurso del necio, Pablo vuelve a destacar su desinterés económico como prueba de su autenticidad apostólica. No buscó los bienes de los corintios, sino su bien espiritual, y sus colaboradores actuaron del mismo modo. Con su ejemplo señala que los ministros de la Iglesia deben anteponer siempre el bien de las almas a cualquier provecho personal.
Iluminad las mentes, dirigid las conciencias, confortad y sostened a las almas que se debaten en la duda y gimen en el dolor. A estas principales obras de apostolado, unid todas aquellas que las necesidades de los tiempos exigen; pero que a todos les quede bien claro que el sacerdote, en todas sus actividades, no busca ninguna otra cosa aparte del bien de las almas; que no mira más que a Cristo, al que consagra sus fuerzas y todo su ser.[16]