Oseas 4 es el cuarto capítulo del Libro de Oseas en la Biblia hebrea o el Antiguo Testamento de la Biblia cristiana.[1][2] Este libro contiene las profecías atribuidas al profeta Oseas, hijo de Beeri. En este capítulo reprende al pueblo y a los sacerdotes por sus pecados durante el interregno que siguió a la muerte de Jeroboam; por lo tanto, no se menciona al rey ni a su familia; y en Oseas 4:2 se especifican el derramamiento de sangre y otros males habituales en una guerra civil.[3] Forma parte del Libro de los Doce Profetas Menores.[4][5]
El texto original fue escrito en lengua hebrea. Este capítulo se divide en 19 versículos.
Algunos manuscritos antiguos que contienen el texto de este capítulo en hebreo pertenecen a la tradición del texto masorético, que incluye el Códice de El Cairo (895), el Códice de los Profetas de San Petersburgo (916), el Códice de Alepo (siglo X) y el Códice Leningradensis (1008).[6] Se encontraron fragmentos que contienen partes de este capítulo en hebreo entre los Rollos del Mar Muerto, incluido el 4Q78 (4QXIIc; 75-50 a. C.) con los versículos 11-13 conservados (versículos 13-15 en hebreo);[7][8][9][10] 4Q79 (4QXIId; 75-50 a. C.) con los versículos 1-3 conservados (versículos 3-5 en hebreo);[8][11][12][13] 4Q82 (4QXIIg; 25 a. C.) con versículos conservados 2-3, 12-17, 20-23 (versículos 1-2, 4-5, 14-19, 22-25 en hebreo);[8][12][14][15] y 4Q166 (4QpHosa; Comentario de Oseas; Pesher Hoshe'a; finales del siglo I a. C.) con los versículos 8-14 conservados.[16][17][18][19]
También existe una traducción al griego koiné conocida como la Septuaginta, realizada en los últimos siglos a. C. Entre los manuscritos antiguos que se conservan de la versión de la Septuaginta se encuentran el Códice Vaticano (B; B; siglo IV), el Códice Alejandrino (A; A; siglo V) y el Códice Marchaliano (Q; Q; siglo VI).[20][22] El capítulo 2 tiene 23 versículos en la Septuaginta.[23]
El capítulo se estructura como un proceso judicial simbólico en el que el Señor acusa tanto al pueblo como a sus dirigentes. Primero se señalan las culpas del pueblo, resumidas en la ausencia de fidelidad y amor a Dios y en la transgresión de las normas básicas de justicia hacia el prójimo, una síntesis de las dos tablas de la Ley. Estas faltas no solo rompen la relación con Dios, sino que repercuten en el orden creado, causando desolación en la tierra. Luego el reproche se dirige contra sacerdotes y profetas, a quienes se acusa de no instruir al pueblo en la Ley y de aprovecharse de su pecado, esperando sus faltas para beneficiarse de los sacrificios por el delito.
La raíz de esta doble acusación se concentra en la falta de conocimiento de Dios. No se trata de un simple saber intelectual, sino de una experiencia viva de la identidad y voluntad del Señor, que conduce a la fidelidad y a la rectitud moral. Israel, como la esposa infiel, se aleja porque no conoce verdaderamente a su Dios, y por eso su culto se degrada y sus relaciones sociales se corrompen. La restauración prometida consistirá precisamente en volver a ese conocimiento íntimo, una realidad que también atraviesa al Nuevo Testamento como clave de la vida cristiana: solo el que conoce a Dios en la verdad de su amor puede vivir en alianza con Él.[29]
Nuestra fe tiene como ayuda el temor y la paciencia, y como aliados la longanimidad y el dominio de nosotros mismos. Si estas virtudes permanecen santamente en nosotros, en todo lo que atañe al Señor, tendrán la gozosa compañía de la sabiduría, la inteligencia, la ciencia y el conocimiento. El Señor nos ha dicho claramente, por medio de los profetas, que no tiene necesidad ni de sacrificios ni de holocaustos ni de ofrendas, cuando dice: ¿Qué me importa el número de vuestros sacrificios?.[30]
En la última parte del capítulo se denuncia la corrupción del culto, donde los pecados sexuales aparecen vinculados a prácticas idolátricas y a ritos cananeos introducidos en los mismos santuarios dedicados al Señor. La infidelidad no es solo moral, sino sobre todo religiosa: el pueblo se entrega a un sincretismo que desfigura la verdadera adoración. La crítica alcanza también a Judá, a quien se advierte para que no imite estas desviaciones; sobre este punto, Jerónimo señalaba que la mención a Judá es un aviso profético a fin de que no se contagie de las prácticas del reino del norte. El texto, por tanto, subraya que la corrupción del culto lleva consigo la corrupción de la vida moral y que la verdadera fidelidad a Dios exige pureza en la fe y exclusión de toda mezcla con la idolatría.[31]
La idea del pasaje es la siguiente: Israel, si una vez te has equivocado al arrimarte a las meretrices, de tal manera que cualquiera que hubiera llenado su mano o la del rey, ofreciéndole o entregándole regalos, era nombrado sacerdote de los dioses, al menos tú, Judá, que posees Jerusalén y tienes a los levitas según la ley y practicas los ritos del Templo, no debes seguir los ejemplos de fornicación de la que en otro tiempo fue tu hermana Oholá (cfr Ez 23,4-5) y dar culto a los ídolos a la vez que a Dios. No entres en Guilgal, ciudad de la que leemos en este mismo profeta: “toda su maldad apareció en Guilgal” (Os 9,15) y en la que Saúl fue ungido rey y donde el pueblo estableció su primer campamento al salir del desierto y fue purificado con la segunda circuncisión. Desde aquella fecha se multiplicaron en este célebre lugar las desviaciones a cultos opuestos. Y no subas a Bet-Aven, es decir, a la que antaño se llamaba Betel, porque, después que fueron colocados allí los becerros de oro por Jeroboam, hijo de Nabat, ya no se llama Casa de Dios, sino casa del ídolo.[32]