1 Juan 4 es el cuarto capítulo de la Primera epístola de Juan del Nuevo Testamento de la Biblia Cristiana compuesta por Juan, uno de los primeros Doce Apóstoles de Jesús.[1][2]
La Nueva Traducción Viviente (TB) divide este capítulo:
Creer en la verdadera encarnación del Hijo de Dios es el signo distintivo de la fe cristiana.
Las primeras herejías negaron menos la divinidad de Jesucristo que su humanidad verdadera (docetismo gnóstico). Desde la época apostólica la fe cristiana insistió en la verdadera encarnación del Hijo de Dios, “venido en la carne”.[4]
La victoria sobre el pecado lleva a la humildad:
No te ensoberbezcas, mira quién ha vencido en ti. ¿Por qué venciste? Porque más poderoso es el que está en vosotros que el que está en el mundo. Sé humilde; lleva a tu Señor; sé un borriquillo de tu jinete. Te conviene que Él te guíe, que Él te conduzca; porque si no lo tienes a Él por jinete, te dará por alzar la cabeza, por lanzar coces: ¡pero ay de ti sin guía! Esa libertad te llevaría a ser pasto de las fieras.[5]
Esta segunda parte del capítulo tiene el contenido fundamental de las enseñanzas de Juan el Evangelista y por esta razón se ha transcrito completo:
El hilo de la argumentación es el siguiente: Dios es amor y es quien nos ha amado primero (vv. 7-10); el amor fraterno es la respuesta obligada al amor de Dios (vv. 11-16); cuando hay amor perfecto no hay temor (vv. 17-18); el amor fraterno es manifestación del amor de Dios (vv. 19-21). El tema central de la carta se resume en la expresión «Dios es amor» (vv. 8.16).
(Estas palabras)...expresan con claridad meridiana el corazón de la fe cristiana: la imagen cristiana de Dios y también la consiguiente imagen del hombre y de su camino. (…) “Hemos creído en el amor de Dios”: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva.[7]
Precisamente porque existe el pecado en el mundo, al que “tanto amó Dios (…) que le entregó a su Hijo Unigénito” (Jn 3,16), Dios que es amor no puede revelarse de otro modo si no es como misericordia. Ésta corresponde no sólo a la verdad más profunda de ese amor que es Dios, sino también a la verdad interior del hombre y del mundo que es su patria temporal.[8]
La Encarnación y la muerte redentora de Cristo son la manifestación suprema de ese amor. Apoyado en ese amor el cristiano puede superar todo temor (v. 18).
La solución —dice Josemaría Escrivá— es amar. San Juan Apóstol escribe unas palabras que a mí me hieren mucho: qui autem timet, non est perfectus in caritate. Yo lo traduzco así, casi al pie de la letra: el que tiene miedo, no sabe querer. —Luego tú, que tienes amor y sabes querer, ¡no puedes tener miedo a nada! —¡Adelante!.[9]
Es imposible amar a Dios sin amar al prójimo. Clemente de Alejandría recoge de la tradición cristiana una hermosa sentencia: Ver a tu hermano es ver a Dios[10] Y San Juan Clímaco escribe: «No se entiende el amor a Dios si no lleva consigo el amor al prójimo. Es como si yo soñase que estaba caminando. Sería sólo un sueño: no caminaría. Quien no ama al prójimo no ama a Dios»[11]