2 Pedro 3 es el tercer y último capítulo de la Segunda Epístola de Pedro del Nuevo Testamento de la Biblia cristiana.[1] Compuesto por Simón Pedro, uno de los primeros Doce Apóstoles de Jesús.[2] Contiene doctrinas sobre la Tradición y la escatología así como consejos finales y despedida.[3]
La Nueva Traducción (TB) divide este capítulo:
Simón Pedro exhorta a la vida cristiana fundada en el recto criterio, que tiene su origen en las palabras del Señor transmitidas por los Apóstoles. El hecho de indicarlos junto a los profetas quiere decir que, desde el principio, tienen una función semejante a los profetas del Antiguo Testamento, en cuanto transmisores autorizados de la Revelación:
Lo que los Apóstoles transmitieron comprende todo lo necesario para una vida santa y para una fe creciente del Pueblo de Dios.[5]
Los falsos profetas argumentaban que la Parusía no ocurriría, basándose en la aparente continuidad del mundo, ya que no habían ocurrido las catástrofes que ellos consideraban señales necesarias. La referencia a los "padres" en el versículo 4 puede aludir tanto a la primera generación de cristianos como a los patriarcas del Antiguo Testamento. Según estos detractores, la ausencia de cambios significativos desde entonces implicaba que tampoco habría transformaciones futuras.[7]
El autor sagrado advierte a los falsos maestros por su incredulidad y enseña que desde el principio las cosas no han permanecido iguales. Dios creó el universo por su Palabra, y también por ella envió el diluvio, transformando profundamente la creación (vv. 5-6). Por lo tanto, es necesario creer que, igualmente por su Palabra, habrá una transformación que dará lugar a "unos cielos nuevos y una tierra nueva". Además, señala que el tiempo humano es insignificante frente a la eternidad de Dios (v. 8). Si el final parece demorado, es por la misericordia divina, que busca la salvación de todos los hombres. Sin embargo, hay una certeza: debemos estar vigilantes, porque el día del Señor llegará de manera inesperada.[9]
Como no sabemos el día ni la hora, es necesario, según la amonestación del Señor, que velemos constantemente para que, terminado el único plazo de nuestra vida terrena (cfr Hb 9,27), merezcamos entrar con Él a las bodas y ser contados entre los elegidos (cfr Mt 25,31-46), y no se nos mande, como a siervos malos y perezosos (cfr Mt 25,26), ir al fuego eterno (cfr Mt 25,41)[10]
La certeza del fin del mundo y de la Parusía del Señor impulsa a vivir de manera recta y fiel en preparación para su venida.
Al fin de los tiempos el Reino de Dios llegará a su plenitud. Después del Juicio Final, los justos reinarán para siempre con Cristo, glorificados en cuerpo y alma, y el mismo universo será renovado. (…) La Sagrada Escritura llama “cielos nuevos y tierra nueva” a esta renovación misteriosa que trasformará la humanidad y el mundo.[12]
El cristiano debe esperar el fin del mundo y la Parusía con esperanza, no con temor (vv. 12-14). Sin embargo, esta espera debe motivarlo a comprometerse activamente con las realidades humanas, no a evadirlas.[13]
La espera de una tierra nueva no debe debilitar, sino más bien avivar la preocupación de cultivar esta tierra, donde crece aquel cuerpo de la nueva familia humana, que puede ofrecer ya un cierto esbozo del siglo nuevo.[14]
La mención de los escritos de Pablo (vv. 15-16) muestra claramente que, desde los primeros tiempos del cristianismo, se valoraba la unidad en la fe como un elemento esencial.
La conclusión de la carta resume puntos clave como la preocupación pastoral, las herramientas para resistir a los falsos maestros y la fe en la divinidad de Jesucristo. De manera excepcional, esta doxología se dirige a Cristo, reafirmando explícitamente su divinidad, en línea con otros pasajes de la epístola.[16]