San Guinefort fue, según la leyenda, un perro de raza lebrel que vivió en la Francia del siglo XIII, y fue objeto de devoción como santo después de muerto. Su santidad no es reconocida por la Iglesia Católica, que ha prohibido varias veces el culto a este animal.[1]
En una de las primeras versiones de la historia, descrita por el monje dominico Esteban de Borbón en 1250, en su libro De Supersticione, donde recopilaba una larga lista de leyendas y fábulas moralizantes, el galgo Guinefort pertenecía a un caballero que vivía en un castillo cerca de Lyon. Un día, el caballero salió de caza y dejó a su hijo pequeño al cuidado de Guinefort. Cuando regresó, encontró la guardería desordenada: la cuna volcada, el niño desaparecido y Guinefort saludando a su amo con las fauces ensangrentadas. Creyendo que Guinefort había atacado a su hijo, el caballero mató al perro y lo tiró a un pozo. Entonces oyó el llanto de un niño; volcó la cuna y encontró a su hijo tendido, sano y salvo, junto con el cuerpo de una víbora ensangrentada por las mordeduras del perro. Guinefort había matado a la víbora y salvado al niño. Al darse cuenta del error, la familia le dio un entierro con todos los honores, lo cubrió con piedras y plantó árboles a su alrededor, erigiendo un santuario para Guinefort. Al enterarse del martirio del perro, los lugareños lo veneraban como un santo y visitaban su santuario de árboles cuando lo necesitaban, especialmente las madres con hijos enfermos.
Seguramente está basada en un cuento popular galés llamado El sabueso fiel, de contenido muy parecido. A través de este cuento, el predicador intentaba advertir de los riesgos de actuar precipitadamente y movidos por la ira.[2]
El culto fue ridiculizado por los protestantes. Posteriormente, los historiadores han apreciado en este fenómeno social una muestra de la ansiedad medieval por la alta mortalidad infantil.[3]
La iglesia católica consideró que la costumbre era dañina y supersticiosa, y se esforzó por erradicarla.[4] En un principio, todo aquel que era encontrado adorándolo era castigado con una multa.[5] A pesar de las reiteradas quejas y prohibiciones de la iglesia, el culto local al animal fueron constantes hasta principios de siglo XX.
Su festividad era el 22 de agosto. Su culto persistió hasta 1940.[6]