Orgullo negro

Summary

El orgullo negro (del inglés, Black pride) es un movimiento en respuesta a la dominante cultura occidental que instiga a la raza negra a ensalzar la cultura negra y a reconocer su herencia africana.[1]​ El movimiento fundado por Marcus Garvey en la década de 1910 promovía el orgullo negro.[2]

Logo del Poder Negro.

En los Estados Unidos fue una respuesta a la fuerte oposición del conservadurismo blanco contra el Movimiento por los Derechos Civiles de los años 1950 y 1960. Su eslogan fue el Black Power, su rama política fue el Partido Pantera Negra y algunas de sus variantes son el Nacionalismo negro, el Panafricanismo, el Afrocentrismo y la Supremacía negra.[3]

Orgullo negro en Colombia

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Hablar de orgullo negro en Colombia es abrir la puerta a una historia profundamente silenciada, pero también a una tradición de lucha, creatividad y resistencia que ha sido tejida por generaciones de personas afrodescendientes a lo largo y ancho del país. El orgullo negro no es un simple eslogan ni una moda pasajera; es una postura política que cuestiona los relatos oficiales, denuncia el racismo estructural que atraviesa la historia de Colombia y propone una forma distinta de entender la identidad, la nación y la justicia.[1]

Esta reivindicación se ha venido construyendo en espacios tan diversos como las calles de Buenaventura, donde las mujeres negras han resistido con su cuerpo a los megaproyectos de despojo, o las comunidades educativas del Pacífico y del norte de Antioquia, donde la música, la danza y los rituales ancestrales se convierten en herramientas pedagógicas para fortalecer el sentido de pertenencia y memoria en las nuevas generaciones. Desde los arrullos en Olaya Herrera hasta el legado intelectual del Primer Congreso de la Cultura Negra en las Américas, realizado en Cali en 1977, el orgullo negro se manifiesta como una fuerza viva que conecta lo local con lo global, lo cotidiano con lo histórico, y lo personal con lo político.[2]

Este enfoque permite ver el orgullo negro no solo como una respuesta cultural, sino como una estrategia de resistencia contra un sistema que ha intentado borrar las memorias, los cuerpos y las voces afrodescendientes.[3]

Historia de la exclusión de los pueblos afrocolombianos[2]

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La historia de los pueblos afrocolombianos está marcada por una violencia estructural de larga duración que se remonta a los primeros siglos de la colonización. Durante más de trescientos años, hombres, mujeres y niños africanos fueron traídos a la fuerza al territorio que hoy es Colombia, para ser explotados como mano de obra esclavizada en plantaciones, minas y obras públicas. Este sistema no solo despojó a los africanos de su libertad, sino también de sus lenguas, religiones, nombres y formas de vida. La esclavitud fue el pilar sobre el que se construyó la economía colonial, pero también fue el origen de formas de resistencia colectiva como los cimarronajes, los palenques y la espiritualidad africana recreada en América.[1]

La abolición legal de la esclavitud en 1851 no representó una verdadera inclusión social, política o económica para las personas negras en Colombia. Al contrario, marcó el inicio de nuevas formas de exclusión más sutiles, institucionalizadas a través de leyes, discursos educativos, prácticas sociales y políticas públicas. La República naciente se fundó sobre ideales de “blanqueamiento” cultural y progreso eurocéntrico, negando la participación plena de los pueblos afro en la vida nacional.[3]

Durante el siglo XX, el racismo adoptó formas más sofisticadas pero igual de dañinas. Las personas negras fueron relegadas a regiones marginadas, enfrentaron barreras educativas y laborales, y fueron sistemáticamente invisibilizadas en los relatos oficiales sobre la historia, la cultura y la identidad colombiana. El Estado colombiano promovió una idea de nación mestiza-blanca que excluía explícitamente cualquier herencia africana, reforzando estereotipos y estigmas que aún persisten.[2]

El sistema educativo fue una de las herramientas más eficaces para este silenciamiento. Hasta bien entrada la década de 1990, los libros escolares omitían la historia africana y afrocolombiana, o la reducían a notas marginales que perpetuaban prejuicios raciales. De igual forma, la representación política afrocolombiana fue casi nula, a pesar de que millones de colombianos se reconocen como parte de esta comunidad.[1]

Desde los años 70, diversos intelectuales, activistas y movimientos sociales comenzaron a denunciar este racismo estructural. El '''Primer Congreso de la Cultura Negra de las Américas''' (Cali, 1977) fue un punto de inflexión, donde se articularon propuestas para integrar la historia y los saberes africanos en el currículo escolar, así como para reconocer los derechos culturales, lingüísticos y territoriales de los pueblos afrodescendientes.[2]

El movimiento del orgullo negro en Colombia surge precisamente como respuesta a ese silenciamiento estructural. No se trata solo de una reacción simbólica, sino de una estrategia política y cultural que busca rehacer la historia nacional desde las voces negras, reconociendo que la exclusión no fue accidental ni coyuntural, sino una política sistemática que aún requiere reparación, justicia y visibilización.[3]

Cultura viva: resistencia y memoria

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Las expresiones culturales afrocolombianas han sido, históricamente, herramientas fundamentales de resistencia, memoria y dignidad frente al racismo estructural. A diferencia de una visión reduccionista que presenta estas manifestaciones como “folclor” o “color local”, las comunidades negras en Colombia han desarrollado un rico universo simbólico que transmite saberes, fortalece identidades y mantiene vivas las raíces africanas a pesar del silenciamiento impuesto por el proyecto colonial y republicano.[2]

La música, el canto, la danza, la gastronomía, la oralidad, los rituales y las celebraciones religiosas no solo han permitido la reproducción cultural en condiciones adversas, sino que han sido espacios de agencia política, espiritualidad liberadora y construcción colectiva. En territorios como el Pacífico colombiano, el Caribe y los municipios del interior, estas manifestaciones actúan como territorios simbólicos donde se teje la resistencia y se resignifica lo afro en clave de orgullo, belleza y poder comunitario.[1]

Por ejemplo, en el municipio de Girardota (Antioquia) territorio históricamente blanqueado por el proyecto paisa, investigaciones etnográficas muestran cómo la población afro ha resignificado prácticas culturales como la danza, el sainete y la música de cuerda para reconstruir su identidad étnica y memoria histórica. Aunque estas formas artísticas tienen raíces europeas, han sido reapropiadas y transformadas por las comunidades negras para expresar sus dolores, esperanzas y formas de vida. El arte se convierte así en una escuela política, una forma de ocupar el espacio y contar historias silenciadas por siglos.[2]

Otro caso destacado es el del municipio de Olaya Herrera (Nariño), donde la comunidad ha promovido la recuperación de festividades afrotradicionales como los arrullos, los alumbrados y las novenas. Estos espacios combinan la espiritualidad ancestral africana con la religiosidad popular, y al ser integrados al sistema escolar a través de propuestas de etnoeducación, permiten a los niños y niñas afros fortalecer su identidad desde edades tempranas. Esto demuestra que la cultura no solo entretiene, sino que forma, empodera y educa para la libertad.[2]

Estas experiencias desmienten la visión de que la cultura afro es estática o simplemente tradicional. Al contrario, se trata de una cultura dinámica, viva y profundamente conectada con la lucha política, la pedagogía decolonial y la construcción de dignidad. Como sostiene el movimiento afrofeminista, los cuerpos negros, sus formas de moverse, de vestir, de hablar y de crear arte, son también territorios de lucha y afirmación identitaria.[3]

El orgullo negro, entonces, se construye no solo en los discursos académicos o en la política institucional, sino también —y sobre todo— en las calles, los patios, los ríos, los escenarios, las cocinas y los altares. La cultura afro es resistencia porque ha sobrevivido al intento de borrarla, pero también porque es semilla de futuro, memoria del presente y escuela de libertad.[1]

El caso de Buenaventura

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El caso de Buenaventura, en el departamento del Valle del Cauca, es uno de los ejemplos más crudos y complejos de cómo el racismo estructural opera en Colombia bajo la apariencia de desarrollo. A pesar de ser el principal puerto marítimo del país por donde transita más del 60 % del comercio internacional, Buenaventura sigue siendo una de las ciudades con mayores índices de pobreza, exclusión y violencia. Esta paradoja revela una verdad incómoda: la riqueza pasa por Buenaventura, pero no se queda en ella.[1]

Históricamente, Buenaventura ha sido una ciudad de mayoría afrodescendiente. Durante décadas, sus habitantes han sido víctimas de políticas de abandono estatal, represión militar, desplazamiento forzado y estigmatización mediática. El discurso del desarrollo promovido por actores estatales y privados ha servido como excusa para implementar megaproyectos que no consultan a las comunidades, no respetan los derechos territoriales colectivos y, con frecuencia, terminan destruyendo ecosistemas ​esenciales para la vida de la población local.[3]

Investigadoras como Rossih Amira Martínez Sinisterra han demostrado cómo el modelo portuario en Buenaventura se ha construido a costa del sufrimiento colectivo. La “modernización” ha traído consigo militarización, desplazamientos, fragmentación del tejido social y violencias diferenciales hacia mujeres negras. Entre 2000 y 2020, la ciudad ha sido escenario de masacres, desapariciones, torturas, y otras formas de violencia estructural y armada, en buena parte facilitadas por la indiferencia institucional y el racismo naturalizado.[2]

Las mujeres negras de Buenaventura han sido protagonistas en la denuncia y la resistencia. A través de acciones como los paros cívicos, las huelgas de hambre, los actos de duelo colectivo y la organización comunitaria, han logrado visibilizar la profundidad de la crisis humanitaria que se vive en la ciudad. En 2017, el Paro Cívico por la Vida, la Dignidad y el Territorio fue una muestra contundente de esta resistencia, y un momento histórico en el que Buenaventura habló al país y al mundo.[1]

Para el movimiento afrocolombiano, Buenaventura simboliza la herida abierta del racismo económico y territorial. El puerto, en lugar de ser una oportunidad de desarrollo equitativo, ha sido una herramienta de despojo racializado. Esta situación ha sido analizada desde las teorías del postdesarrollo y el afrofeminismo, que denuncian cómo los modelos extractivos perpetúan la colonialidad del poder, invisibilizan las voces negras y convierten los cuerpos racializados en territorios disponibles para el capital.[2]

El orgullo negro, en este contexto, se expresa como dignidad frente al despojo. Reivindicar a Buenaventura no solo implica denunciar su situación actual, sino también honrar su historia, su resistencia cultural, su legado espiritual, y su capacidad de reinventarse a pesar de todo. Ser negro en Buenaventura, como afirman muchas lideresas locales, es resistir desde la vida misma, desde los cuerpos, los saberes, la comunidad y la espiritualidad ancestral.[2]

Propuestas contemporáneas

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El movimiento afrocolombiano contemporáneo no se limita a la denuncia del racismo estructural ni a la recuperación de la memoria histórica. También propone alternativas concretas para transformar la realidad social desde una mirada propia, enraizada en la ancestralidad, la justicia étnico-racial y la dignidad colectiva. Estas propuestas nacen en los territorios, desde las voces de las comunidades, los consejos comunitarios, los colectivos afrofeministas, las escuelas, las casas culturales y los barrios populares. Son formas de resistencia creativa que se tejen desde abajo y con las propias voces negras, muchas veces ignoradas por las instituciones del Estado.[2]

Uno de los puntos de partida fundamentales para entender estas propuestas es el ya mencionado Primer Congreso de la Cultura Negra de las Américas, realizado en 1977 en Cali. Convocado por Manuel Zapata Olivella, este evento reunió a más de doscientos intelectuales, artistas, activistas y líderes sociales afrodescendientes de América, el Caribe y África. Allí se discutieron temas como la recuperación de la historia africana en los sistemas educativos, la creación de redes de conocimiento negro, la espiritualidad ancestral, la descolonización del pensamiento, y la articulación de luchas por justicia racial más allá de las fronteras nacionales. Aunque muchas de las propuestas surgidas en ese encuentro fueron invisibilizadas en los años siguientes, hoy resurgen con fuerza en los discursos y prácticas del movimiento afrocolombiano.[2]

Estas propuestas contemporáneas se expresan de múltiples maneras. Por ejemplo, en municipios como Olaya Herrera (Nariño), se han desarrollado proyectos etnoeducativos que integran las festividades afro tradicionales al currículo escolar, fortaleciendo la identidad de niñas y niños y garantizando la transmisión intergeneracional del conocimiento ancestral. A través de arrullos, cantos rituales y alumbrados, se convierte la escuela en un espacio de resistencia simbólica frente a los procesos de aculturación.[2]

En las ciudades, los colectivos afrofeministas han tomado un papel central en la lucha por la justicia social. Estas agrupaciones, lideradas principalmente por mujeres negras jóvenes, impulsan procesos de empoderamiento comunitario, defensa del cuerpo-territorio, soberanía alimentaria, salud sexual y reproductiva con enfoque étnico, y visibilización del racismo cotidiano. Desde la estética —como el uso del cabello natural, los turbantes, el cuerpo libre hasta la política como la incidencia en leyes y políticas públicas—, las mujeres afro han colocado el orgullo negro en el centro de la vida social y colectiva.[2]

También han surgido iniciativas mediáticas autogestionadas como podcasts, canales de YouTube, redes de periodismo comunitario y procesos de comunicación digital que rompen con las narrativas dominantes. Espacios como el podcast “AfroRealidad”, creado por jóvenes como Ernesto Quiñones Navarrete, permiten discutir temas raciales, históricos, educativos y culturales desde una perspectiva afrocentrada, sin intermediarios ni censuras institucionales.[2]

Todas estas prácticas tienen en común su carácter colectivo, territorial, pedagógico y espiritual. No son acciones aisladas, sino parte de un proceso histórico mayor que conecta las luchas de los cimarrones con las demandas del presente. Son expresiones de una política del cuidado, del arraigo, de la memoria y de la transformación.[1]

En este sentido, el orgullo negro no es simplemente una reacción frente al racismo, sino una forma de construcción alternativa de país. Una forma de hacer política desde lo común, desde lo comunitario, desde lo negro.[3]

El lenguaje como herramienta de poder

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Uno de los debates más relevantes dentro del movimiento afrocolombiano contemporáneo gira en torno al poder del lenguaje. Nombrar no es una acción neutral: es una práctica cargada de historia, política y poder. Por eso, términos como “afrodescendiente” o “negro” no son simples etiquetas identitarias, sino expresiones cargadas de implicaciones simbólicas, políticas y culturales.[1]

El término “afrodescendiente” ha sido ampliamente utilizado en el ámbito académico, institucional e internacional, especialmente desde la Conferencia de Durban en 2001, como una forma de reconocimiento étnico que busca enfatizar la raíz africana de las poblaciones negras en América Latina. Sin embargo, diversos activistas y pensadores afrocolombianos han expresado reservas frente a esta noción, señalando que, en muchos contextos, su uso ha servido para despolitizar la lucha afro y diluir el carácter histórico de la opresión racial.[2]

Uno de los pensadores que ha aportado de manera crítica a este debate es Ernesto Quiñones Navarrete, estudiante de derecho, activista y creador del podcast AfroRealidad. En su artículo ¿Maldición o beneficio? El nuevo bautizo: afrodescendiente o negro (2025), plantea que el término “afrodescendiente” muchas veces se impone desde el discurso oficial, académico y burocrático, como un intento de “blanquear” o suavizar la palabra “negro”, que en muchos casos ha sido históricamente estigmatizada pero también resignificada como símbolo de poder, rebeldía y resistencia.[2]

Quiñones argumenta que "negro" no es un insulto, sino una palabra cargada de memoria y lucha. Usarla conscientemente es un acto político de reapropiación, una forma de afirmar presencia, historia y dignidad. Cuestiona que el Estado colombiano y algunas organizaciones internacionales hayan adoptado “afrodescendiente” como una categoría políticamente correcta, sin consultar ni validar la voz de las comunidades negras reales. “El problema no es solo qué palabra se usa, sino quién tiene el poder de nombrar, y para qué la usa”, afirma el autor.[1]

Este tipo de reflexión está estrechamente ligado a las discusiones del afrofeminismo y de los estudios decoloniales, que han puesto sobre la mesa el papel del lenguaje en la producción de subjetividades. Desde esta mirada, nombrarse “negro” es resistir a siglos de blanqueamiento forzado, es sanar una herida histórica y transformar el sentido de una palabra que antes fue usada para oprimir y hoy puede ser usada para liberar.[1]

Además, el lenguaje tiene efectos concretos en políticas públicas, representaciones mediáticas y formación educativa. Un término u otro puede determinar quién es visibilizado, quién es protegido por la ley, quién accede a ciertos derechos, y cómo se entiende su historia dentro del currículo escolar. Por eso, el debate sobre cómo nombrarse no es una discusión menor, sino una dimensión fundamental del orgullo negro y de la lucha por la autodeterminación cultural.[2]

Educación afrocentrada y pedagogía liberadora

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La educación ha sido históricamente una de las principales herramientas para la reproducción del racismo estructural en Colombia. Durante siglos, los sistemas escolares han excluido o tergiversado la historia, los saberes y las cosmovisiones de los pueblos afrocolombianos. Esta omisión no ha sido inocente: ha servido para construir una narrativa nacional centrada en lo blanco, lo europeo y lo cristiano, negando el aporte negro a la construcción de la sociedad colombiana.[3]

Frente a esta realidad, el movimiento afrocolombiano ha desarrollado lo que hoy se conoce como pedagogía afrocentrada, una propuesta educativa que busca transformar la escuela en un espacio de emancipación, dignificación y memoria. Inspirada en la tradición del pensamiento africano, en los valores comunitarios y espirituales del pueblo negro, y en las luchas de movimientos sociales, la pedagogía afrocentrada no solo quiere incluir contenidos afro en el currículo: quiere redefinir el sentido mismo de educar.[2]

Una educación afrocentrada implica, por ejemplo:

  • enseñar la historia africana precolonial (como los imperios de Mali, Ghana y Songhai);
  • visibilizar a líderes negros como Benkos Biohó, la Negra Hipólita, Martin Luther King, Nina de Friedemann o Manuel Zapata Olivella;
  • integrar la oralidad, la música, la danza y la espiritualidad como formas legítimas de conocimiento;
  • y comprender el territorio no solo como un recurso económico, sino como un espacio sagrado que se cuida y se habita con respeto.

Estas pedagogías no son un invento reciente. Ya en el Primer Congreso de la Cultura Negra de las Américas (Cali, 1977), se hablaba de la necesidad de introducir la historia africana en las escuelas y construir un pensamiento negro latinoamericano desde los pueblos. Décadas después, esa propuesta sigue siendo un desafío pendiente para el sistema educativo colombiano.[1]

En la práctica, muchas comunidades ya están desarrollando estas pedagogías. En lugares como Olaya Herrera y Girardota, como ya se ha mencionado, las escuelas se han convertido en espacios de resistencia cultural, donde la música, el teatro y las festividades afro son herramientas para fortalecer la autoestima, el sentido de pertenencia y la conexión con los ancestros. Los docentes, madres comunitarias, sabedores y líderes locales están generando procesos educativos que no solo enseñan a leer y escribir, sino también a recordar quiénes somos y de dónde venimos.[2]

Este tipo de educación tiene un impacto profundo: ayuda a sanar las heridas del racismo interiorizado, fortalece la identidad negra desde la infancia, y rompe con la idea de que lo negro es inferior o vergonzoso. Como han señalado autoras afrofeministas, la educación afrocentrada es también una pedagogía del cuerpo-territorio: enseña a habitar el cuerpo negro con dignidad, y a defender el territorio como un espacio de vida, no de explotación.[2]

En este contexto, el orgullo negro no es solo un contenido educativo, sino un enfoque integral que transforma la manera en que aprendemos, enseñamos, sentimos y soñamos. Apostarle a la educación afrocentrada es apostar por una Colombia más justa, más plural, más conectada con sus raíces, y más comprometida con la reparación ​histórica.[2]

Conclusión

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La educación ha sido históricamente una de las principales herramientas para la reproducción del racismo estructural en Colombia. Durante siglos, los sistemas escolares han excluido o tergiversado la historia, los saberes y las cosmovisiones de los pueblos afrocolombianos. Esta omisión no ha sido inocente: ha servido para construir una narrativa nacional centrada en lo blanco, lo europeo y lo cristiano, negando el aporte negro a la construcción de la sociedad colombiana.[1]

Frente a esta realidad, el movimiento afrocolombiano ha desarrollado lo que hoy se conoce como pedagogía afrocentrada, una propuesta educativa que busca transformar la escuela en un espacio de emancipación, dignificación y memoria. Inspirada en la tradición del pensamiento africano, en los valores comunitarios y espirituales del pueblo negro, y en las luchas de movimientos sociales, la pedagogía afrocentrada no solo quiere incluir contenidos afro en el currículo: quiere redefinir el sentido mismo de educar.[3]

Una educación afrocentrada implica, por ejemplo:

  • enseñar la historia africana precolonial (como los imperios de Mali, Ghana y Songhai);
  • visibilizar a líderes negros como Benkos Biohó, la Negra Hipólita, Martin Luther King, Nina de Friedemann o Manuel Zapata Olivella;
  • integrar la oralidad, la música, la danza y la espiritualidad como formas legítimas de conocimiento;
  • y comprender el territorio no solo como un recurso económico, sino como un espacio sagrado que se cuida y se habita con respeto.

Estas pedagogías no son un invento reciente. Ya en el Primer Congreso de la Cultura Negra de las Américas (Cali, 1977), se hablaba de la necesidad de introducir la historia africana en las escuelas y construir un pensamiento negro latinoamericano desde los pueblos. Décadas después, esa propuesta sigue siendo un desafío pendiente para el sistema educativo colombiano.[3]

En la práctica, muchas comunidades ya están desarrollando estas pedagogías. En lugares como Olaya Herrera y Girardota, como ya se ha mencionado, las escuelas se han convertido en espacios de resistencia cultural, donde la música, el teatro y las festividades afro son herramientas para fortalecer la autoestima, el sentido de pertenencia y la conexión con los ancestros. Los docentes, madres comunitarias, sabedores y líderes locales están generando procesos educativos que no solo enseñan a leer y escribir, sino también a recordar quiénes somos y de dónde venimos.[2]

Este tipo de educación tiene un impacto profundo: ayuda a sanar las heridas del racismo interiorizado, fortalece la identidad negra desde la infancia, y rompe con la idea de que lo negro es inferior o vergonzoso. Como han señalado autoras afrofeministas, la educación afrocentrada es también una pedagogía del cuerpo-territorio: enseña a habitar el cuerpo negro con dignidad, y a defender el territorio como un espacio de vida, no de explotación.[2]

En este contexto, el orgullo negro no es solo un contenido educativo, sino un enfoque integral que transforma la manera en que aprendemos, enseñamos, sentimos y soñamos. Apostarle a la educación afrocentrada es apostar por una Colombia más justa, más plural, más conectada con sus raíces, y más comprometida con la reparación histórica.[2]

Véase también

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Referencias

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  1. a b c d e f g h i j k l m n Lois Tyson (2001). Learning for a Diverse World: Using Critical Theory to Read and Write about Literature. Psychology Press. pp. 208-209. ISBN 978-0-8153-3774-4. «Because the dominant white culture in America treated African Americans as subalterns rather than full American citizens and full human beings, the Black Pride movement encouraged black Americans to look to Africa for their cultural origins.» 
  2. a b c d e f g h i j k l m n ñ o p q r s t u v w x y Mark D. Matthews (mayo-junio de 1979). «"OUR WOMEN AND WHAT THEY THINK," AMY JACQUES GARVEY AND "THE NEGRO WORLD"». The Black Scholar (en inglés) (Taylor & Francis) 10 (8/9): 4. ISSN 0006-4246. Consultado el 31 de enero de 2025. «the Garvey Movement went beyond stimulating black pride». 
  3. a b c d e f g h i j Wayne C. Glasker (1 de junio de 2009). Black Students in the Ivory Tower: African American Student Activism at the University of Pennsylvania, 1967-1990. Univ of Massachusetts Press. p. 28. ISBN 1-55849-756-0. «In 1966 the Black Power-black nationalist-black pride movements emerged as equal and opposite reactions to conservative white resistance to the biracial civil rights movement.» 
  •   Datos: Q4922437