Job 20 es el decimoctavo capítulo del Libro de Job en la Biblia hebrea o el Antiguo Testamento del Cristianismo .[1][2] El libro es anónimo; la mayoría de los estudiosos creen que fue escrito alrededor del siglo VI a. C.[3][4] Este capítulo recoge el discurso de Job, que pertenece a la sección Diálogo del libro, y comprende Job 3:1–Job 31:40.[5][6]
El texto original está escrito en lengua hebrea. Este capítulo se divide en 29 versículos.
Algunos manuscritos antiguos que contienen el texto de este capítulo en hebreo pertenecen al Texto masorético, que incluye el Códice de Alepo (siglo X) y el Codex Leningradensis (1008).[7] Se encontraron fragmentos que contienen partes de este capítulo en hebreo entre los Rollos del Mar Muerto, incluyendo 4Q100 (4QJobb; 50–1 a. C.) con los versículos 15–17 conservados.[8][9][10][11]
La estructura del libro es la siguiente:[13]
Dentro de la estructura, el capítulo 20 se agrupa en la sección Diálogo con el siguiente esquema:[14]
La sección del diálogo está compuesta en formato poético, con una sintaxis y una gramática distintivas.[5]
El capítulo 20 contiene el segundo (y último) discurso de Zofar, que se puede dividir en varias partes:[15]
En la parte inicial del capítulo, Zofar responde a la reprimenda de Job a sus tres amigos (Job 19:28-29) con creciente impaciencia y «pensamientos turbulentos» que sentía al escuchar a Job.[16] Zofar afirma que «un espíritu de su entendimiento me responde» (versículo 3b), lo que le impulsa a responder.[16]
Estas palabras (y también las declaraciones iniciales de otros amigos de Job) tienden a revelar que los amigos de Job parecen más preocupados por su orgullo herido que por el doloroso sufrimiento de Job.[21]
Zofar afirma su posición firme y decidida sobre la teología de la retribución en este discurso final (Zofar no participaría en la tercera ronda del debate): «Dios siempre destruye a los malvados».[22] Al igual que Bildad en la primera ronda y Elifaz en la segunda (Job 15) del diálogo, Zofar apela a la tradición, pero de una manera más hiperbólica para enfatizar la certeza de su postura.[16] Se enfatizan dos temas:[23]
La interpretación tradicional de Zofar da más peso a que la maldad cosechará consecuencias destructivas (versículos 14, 16, 18-19, 21; «naturaleza autodestructiva del mal humano») que a la intervención de Dios, a pesar de la creencia de que Dios sigue obrando detrás de la destructividad.[24] Al final, Dios también mostrará su ira activa contra los malvados, como una herencia que les ha sido asignada (versículo 29).[25]
La segunda intervención de Sofar insiste en la idea de la retribución automática, reiterando que el malvado no prospera y que sus bienes son ilusorios o de corta duración. No constituye una respuesta detallada a las palabras anteriores de Job ni una continuación directa del primer discurso de Sofar (11,1-20), sino más bien una composición elaborada para enlazar el discurso vehemente de Job del capítulo previo con el siguiente. Sofar inicia (vv. 2-3) justificando su participación por haber escuchado “doctrinas que me molestan” (v. 3), sin precisar su contenido ni fundamentar su juicio. Luego expone la doctrina tradicional sobre el castigo de los impíos (vv. 4-22), utilizando un lenguaje cuidado y cargado de metáforas: la alegría y el prestigio del malvado son comparados con un sueño, y su belleza o vigor juveniles con una visión nocturna (vv. 4-11); el mal que comete se asemeja a un alimento agradable al gusto pero nocivo para el cuerpo (vv. 12-16); la riqueza, a una cosecha abundante que no llega a disfrutarse (vv. 17-22).
La parte final (vv. 23-29) subraya la severidad del juicio divino, el “día de la cólera” (v. 28), que no admite apelación. En ningún momento menciona a Job ni su situación; se limita a una exposición doctrinal repetitiva. Sin embargo, en su contexto, el discurso implica una acusación indirecta a Job, pues incluso si recuperara la alegría, esta sería pasajera al no reconocer su falta.[28]
«Le devora un fuego que nadie atiza». La imagen del fuego es muy frecuente en la Biblia para expresar la severidad del castigo divino: «Hará llover ascuas y azufre sobre los impíos; un viento abrasador será la porción de su copa» (Salmo 11,6). A partir de estas imágenes y de las afirmaciones del Nuevo Testamento, los Santos Padres han visto en el fuego inextinguible una señal de que el castigo del infierno es severo y eterno: «La justicia del Omnipotente, sabedora de las cosas futuras, creó el fuego del infierno desde el nacimiento del mundo de modo que su ardor, aunque sin leña, nunca feneciese» (Moralia in Iob 3,15,29).
La enseñanza de la Iglesia utiliza la imagen del fuego eterno, para significar las penas de todo tipo que sufrirán los condenados. Así, el Credo del pueblo de Dios confiesa que:
los que hayan respondido al amor y a la piedad de Dios irán a la vida eterna, pero los que los hayan rechazado hasta el final serán destinados al fuego que nunca cesará.[29]
Y la Iglesia católica, a través de su catecismo indica que:
La enseñanza de la Iglesia afirma la existencia del infierno y su eternidad. Las almas de los que mueren en estado de pecado mortal descienden a los infiernos inmediatamente después de la muerte y allí sufren las penas del infierno, “el fuego eterno”. La pena principal del infierno consiste en la separación eterna de Dios en quien únicamente puede tener el hombre la vida y la felicidad para las que ha sido creado y a las que aspira.[30]