Desastre del 98

Summary

Desastre del 98 es el término que se empleó en su tiempo y sigue utilizando la historiografía para describir el impacto que tuvo en la sociedad española de la Restauración, y especialmente en sus élites, la derrota de 1898 en la guerra hispano-estadounidense y el consiguiente Tratado de París que supuso la pérdida de las últimas colonias americanas y asiáticas del Imperio español, en un momento en que las grandes potencias europeas estaban agrandando y consolidando sus imperios coloniales.

Crucero español Reina Mercedes, hundido en la entrada de la bahía de Santiago de Cuba.

Tomás Pérez Vejo ha señalado que «fueron las élites políticas e intelectuales, más que el conjunto de los españoles, las que vivieron la derrota como un desastre y las que, una vez producida, reconstruyeron la historia de la nación como la de un fracaso».[1]​ Fue un lugar común hablar de la «decadencia» de España, cuando en realidad, según el historiador actual Javier Moreno Luzón, el país «se encontraba ya en plena transformación, en medio de cambios que se aceleraron a lo largo de los treinta años [siguientes]... y [que] provocaron gravísimos conflictos sociales y políticos, más relacionados con una modernización desequilibrada que con el estancamiento que denunciaban los intelectuales tremendistas».[2]

Pérez Vejo también ha señalado que la pérdida de los últimos restos coloniales fuera considerada un «Desastre», «el único en mayúsculas de la historia contemporánea española», se explicaría por el éxito del proceso de nacionalización español llevado a cabo a lo largo del siglo XIX. Como prueba aporta el hecho de que la derrota de Ayacucho de 1824, mucho más grave que la de 1898 pues supuso la pérdida de todo un continente, pasó casi desapercibida. Entonces la identificación de la población con una nación llamada «España» estaba solo en sus inicios, mientras que en 1898 era «era ya una realidad para amplios grupos de españoles», como se pudo comprobar también en 1892 con la Celebración del IV Centenario del Descubrimiento de América, «una vez que la idea del carácter imperial de España había sido forjada como rasgo de la identidad nacional», añade Pérez Vejo, que considera asimismo muy significativo que no hubiera ninguna celebración en los tres centenarios anteriores.[3]

Por otro lado, el sentimiento de frustración resultado de la derrota ante Estados Unidos no tuvo traducción política pues tanto carlistas como republicanos —con la excepción del republicano federal Pi y Margall que mantuvo una postura anticolonialista— habían apoyado la guerra y se habían manifestado tan nacionalistas, militaristas y colonialistas como los dos partidos del turno —solo socialistas y anarquistas permanecieron fieles a su ideario internacionalista, anticolonialista y antibelicista— y el régimen de la Restauración conseguiría superar la «crisis del 98».[4][5]

Ramón Villares ha subrayado que no hubo un «efecto Sedán» (la derrota militar francesa de 1870 que supuso la caída del Segundo Imperio y que abrió las puertas a la Tercera República) «porque ni es comparable la derrota ni tampoco es análogo el contexto». «Aquellos territorios [de Ultramar] no eran una "Alsacia-Lorena" española sino puramente colonias, a las que sólo de modo apresurado y forzado por los acontecimientos el gobierno español reconoció la posibilidad de su autogobierno con la constitución autonómica de 1897», argumenta Villares.[6]​ Sin embargo, este mismo historiador señala que por sus efectos a largo plazo, «el año 1898 se puede considerar un peculiar año cero, en el sentido de que se trata de una marca divisoria de las aguas de dos modelos distintos de entender España, que deja de ser definitivamente un imperio ultramarino y se propone convertirse en un estado-nación europeo, con una pequeña presencia africana». «Aunque el sistema resistió la galerna del 98, la angustia producida por aquel vendaval marcó todo el primer tercio del siglo XX», concluye Villares.[7]

Antecedentes: la guerra de Cuba

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Dibujo satírico publicado el 23 de mayo de 1896 en La Campana de Gracia que representa el propósito de Estados Unidos de apoderarse de Cuba.

El 15 de febrero de 1898, en plena guerra de Cuba iniciada tres años antes con el «grito de Baire» a favor de una Cuba libre e independiente y que acabó arrastrando a la contienda con España a las Filipinas,[8]​ el acorazado estadounidense Maine se hundió en el puerto de La Habana, capital de la colonia española de Cuba, a consecuencia de una explosión —264 marineros y dos oficiales murieron de un total de 354 tripulantes— y dos meses después, el 19 de abril, el Congreso de los Estados Unidos aprobaba una resolución en la que se exigía la independencia de Cuba y autorizaba al presidente William McKinley a declarar la guerra a España con ese fin y «en interés de la humanidad», lo que hizo el 25 de abril.[9][10]​ En la resolución del Congreso se decía «que el pueblo de la isla de Cuba es, y tiene el derecho de ser, libre, y que los Estados Unidos tienen el deber de pedir, y por tanto el gobierno de los Estados Unidos pide, que el gobierno español renuncie inmediatamente a su autoridad y gobierno sobre la isla de Cuba y retire de Cuba y las aguas cubanas sus fuerzas terrestres y navales».[11]

Con la excepción de los republicanos federales, con Francesc Pi y Margall al frente, de los anarquistas y de los socialistas, todas las fuerzas políticas españolas apoyaron al gobierno en su decisión de defender la pertenencia de Cuba a España, resumida en la expresión «hasta el último hombre y hasta la última peseta», utilizada por primera vez por el líder del Partido Conservador Antonio Cánovas del Castillo en 1891 y luego repetida por otros políticos, como el propio presidente del gobierno en el momento de la derrota, el liberal Práxedes Mateo Sagasta (España debía estar dispuesta a «sacrificar hasta la última peseta de su Tesoro y hasta la última gota de sangre del último español antes de consentir que nadie le arrebate un pedazo de sus territorios», dijo Sagasta en el Congreso en 1897). No sólo los dos partidos del turno, conservador y liberal, apoyaron la guerra sino también los opuestos al régimen político de la Restauración, como los carlistas y los republicanos (no federales). Desde el exilio el pretendiente carlista proclamó lo que él llamó «un silencio patriótico», es decir, que mientras durara la guerra de Cuba, iniciada en 1895, los carlistas dejarían de atacar al Gobierno y al régimen de la Restauración. Entre los republicanos (no federales) el apoyo también fue total. El 28 de marzo de 1896 sus principales líderes publicaron un manifiesto en La Publicidad en el que se oponían a la independencia de Cuba (lo que sí había defendido Pi y Margall). «Es de interés supremo mantener a toda costa y sin reserva la integridad de la patria», afirmaron.[12][13]​ El político conservador Carlos Cañal y Migolla argumentaba así en enero de 1898 que Cuba era «parte de nuestra patria»:[14]

Lo cierto es que Cuba se halla ligada a nosotros por motivos más que suficientes para que la consideremos parte de nuestra patria y el amor patrio se sienta herido cuando extrañas influencias traten de arrebatárnosla [...]. Tratándose de nuestra isla de Cuba, descubierta por españoles, civilizada por los mismos, con igual lengua, religión y costumbres, que las de la metrópoli, sin rastro alguno de elemento indígena y a la que sólo separa de España la distinta posición geográfica.

Las clases medias y altas, con el poderoso lobby hispanocubano a la cabeza,[15]​ apoyaron la guerra como lo demostró que el empréstito emitido por el gobierno en 1896 para financiar la guerra fuera cubierto rápidamente. También lo hizo un sector muy importante de las clases populares como lo probaría la asistencia masiva a las corridas de toros «patrióticas» que se celebraron para recaudar fondos. En la corrida organizada por la Diputación Provincial de Madrid celebrada el 12 de mayo de 1898 el torero Luis Mazzantini brindó su primer toro con un «¡Que todo el dinero recaudado en esta corrida se gaste en dinamita para romper en mil pedazos aquel país de aventureros llamado Estados Unidos!». Otra prueba sería la suspensión en el verano de 1898 de las fiestas patronales en muchos pueblos y ciudades, manteniéndose únicamente las ceremonias de culto. Por eso el historiador Tomás Pérez Vejo considera un «mito» la afirmación de que la población se hubiera desentendido de la marcha de la guerra. De hecho, recuerda este historiador, en la noche del 20 de abril de 1898 miles de madrileños se manifestaron por las calles de la capital celebrando que Estados Unidos había finalmente declarado la guerra a España, aunque también señala que la opinión pública estaba siendo «jaleada por una prensa patriotera e irresponsable», difundiendo la idea de que la victoria española era segura, «sin que ninguno de los líderes políticos se atreviese a proclamar algo que todos sabían: que no había ninguna posibilidad de ganar la guerra».[16]

 
Dibujo publicado en mayo de 1898 en la revista Blanco y Negro que muestra a un soldado español retando al Tío Sam: «¡Ven tú cobarde!». Una alusión a que Estados Unidos estaba utilizando a los rebeldes cubanos (los «negros») para apoderarse de la isla.

En efecto, la prensa desempeñó un papel decisivo en la creación de un estado de opinión «patriótico» contrario a la independencia de Cuba, considerada una "provincia" más de España. Ya tras el Grito de Baire de 1895 que dio inicio a la Guerra de Independencia de Cuba los periódicos se mostraron unánimemente belicistas contra los rebeldes cubanos, presentados como «bandidos» y como seres salvajes desprovistos de cualquier tipo de civilización (fueron frecuentes las referencias a la «hidra cubana» y su representación gráfica por la presa satírica). Nadie discutía que Cuba era España y que los «negros», como también se denominaba a los rebeldes, estaban al servicio de Estados Unidos, que quería apoderarse de la isla y cuyo poder militar con gran desconocimiento de la realidad se minusvaloraba («no son, ni con cien leguas, una gran potencia terrestre ni marítima... no teniendo ejército que pueda amedrentarnos, ni escuadra que supere en gran cosa a la nuestra», publicó El Norte de Castilla el 22 de octubre de 1895). Sin embargo, matiza Pérez Vejo, la retórica belicista de la prensa española «fue en realidad bastante más moderada que la desplegada por la prensa sensacionalista norteamericana —con la diferencia, no menor, de que las posibilidades de victoria de Estados Unidos no eran sólo elucubraciones—».[17]Remember the Maine fue su eslogan.[18]

No obstante, tras la voladura del Maine en febrero de 1898 —el pretexto que utilizará Estados Unidos para declarar la guerra a España el 25 de abril— el belicismo y el «patrioterismo» de la prensa española «alcanzó cotas de auténtico delirio», según Pérez Vejo. Muchos periódicos hablaron de nuevo de la supuesta superioridad militar y naval española, y los que eran conscientes de que eso era falso recurrieron a metáforas taurinas para afirmar que la victoria española era segura, como hizo El Imparcial en su edición del 15 de marzo: «Más fuerza material que la que poseen los Estados Unidos respecto de España, tiene un toro con relación a un hombre y, sin embargo, Mr. Woodford [embajador estadounidense en Madrid] ha podido ver cómo al toro se le torea». Al mismo tiempo abundaron las referencias a los estadounidenses como cerdos, viles mercaderes, imperialistas, un pueblo de bandidos, la escoria de la humanidad, etc. La revista ilustrada Blanco y Negro, por ejemplo, publicó unas caricaturas en las que se identificaba a Estados Unidos como el país de los cerdos. Los títulos que acompañaban a las viñetas decían: «Ciudades principales: Marranópolis», Guarros-City, Cerdaville y otras por el estilo»; «Su unidad monetaria: el "cerdo"»; «Su principal periódico El Gruñido Nacional».[19]

Sobre el papel de la prensa el Tomás Pérez Vejo ha sostenido que ciertamente «sus soflamas patrioteras crearon un estado de opinión que hizo extremadamente difícil gestionar un conflicto en gran parte inevitable», pero que no es menos cierto «que sus posicionamientos se correspondían en gran medida con los de la propia sociedad española y que la prensa, responsable de haber creado un estado de opinión favorable a la guerra, fue también víctima de una opinión pública predispuesta a creerse sus propias soflamas, por delirantes que fuesen. Era el peligroso encanto del autoengaño, al margen de los intereses políticos y económicos que cada periódico representaba». Por otro lado, «no parece descabellado pensar que en realidad el belicismo de la prensa pudo haber sido instrumentalizado por unas élites políticas atemorizadas ante la posibilidad de que la pérdida de las colonias tuviera como consecuencia el fin de la Restauración».[20]

Por su parte Ramón Villares ha afirmado que «lo que parece claro es que el entusiasmo patriótico sobre la guerra en Ultramar no era totalmente espontáneo. La prensa y los púlpitos ejercieron un gran papel movilizador, pero las reacciones populares a sucesos y derrotas no fueron especialmente vibrantes... Se trataba de un conflicto lejano, que las clases populares sufrían en sus propias carnes, pero que distaba mucho de ser una lucha por el control del territorio patrio».[21]

Derrota sin paliativos: el fin del imperio colonial español

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La guerra hispano-estadounidense fue breve y se decidió en el mar, «donde la supremacía de las fuerzas norteamericanas sobre las españolas era abrumadora».[22]​ El 1 de mayo de 1898 la escuadra española de Filipinas era hundida frente a las costas de Cavite por una flota estadounidense —y las tropas desembarcadas ocupaban Manila tres meses y medio después— y el 3 de julio le sucedía lo mismo a la flota enviada a Cuba al mando del almirante Cervera frente a la costa de Santiago de Cuba —332 muertos por parte española y uno por parte norteamericana— y a los pocos días Santiago de Cuba, la segunda ciudad en importancia de la isla, caía en manos de las tropas estadounidenses que habían desembarcado. Poco después los norteamericanos ocupaban la isla vecina de Puerto Rico.[23][24]​ Según Carlos Dardé, «una vez planteada la guerra, el gobierno español creyó que no tenía otra solución que luchar, y perder. Pensaron que la derrota —segura— era preferible a la revolución —también segura—». Conceder «la independencia a Cuba, sin ser derrotado militarmente… hubiera implicado en España, más que probablemente, un golpe de Estado militar con amplio apoyo popular, y la caída de la monarquía; es decir, la revolución».[25]​ Un punto de vista compartido por otros historiadores.[26][27][28]

Tras conocerse el hundimiento de las dos flotas, el gobierno del veterano líder liberal Práxedes Mateo Sagasta, pidió la mediación de Francia para entablar negociaciones de paz con Estados Unidos que tras la firma del protocolo de Washington el 12 de agosto, comenzaron el 1 de octubre de 1898 y que culminaron con la firma del Tratado de París, el 10 de diciembre.[29]​ Por este Tratado España reconocía la independencia de Cuba, que durante tres años estaría bajo «protección» norteamericana (la bandera española sería arriada, «amarilla de rabia/ y roja de vergüenza», como dijo un poema de Miguel Ramos Carrión, el 1 de enero de 1899 e izada en su lugar la norteamericana),[30]​ y cedía a Estados Unidos, Puerto Rico, Filipinas y la isla de Guam, en el archipiélago de las Marianas. Al año siguiente España vendería al Imperio Alemán por 25 millones de dólares los últimos restos de su imperio colonial en el Pacífico, las islas Carolinas, Marianas —menos Guam— y Palaos.[25][23]

Impacto de la derrota en España

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La regente María Cristina de Habsburgo-Lorena con su hijo el futuro Alfonso XIII, de doce años de edad. Cuadro de Luis Álvarez Catalá de 1898.

Tras la derrota, la exaltación patriótica nacionalista española jaleada por la prensa, dio paso a un sentimiento generalizado de frustración, humillación y desencanto, acrecentado cuando se supo la cifra total de muertos durante la guerra —cerca de 56 000, la inmensa mayoría de ellos a causa de diversas enfermedades como la fiebre amarilla, el paludismo y la disentería— y cuando fueron llegando a los puertos españoles en unas condiciones deplorables los soldados repatriados de Cuba y de Filipinas —solo a Cuba se habían desplazado unos 220 000 hombres, «el mayor contingente de tropas movilizado hasta ese momento en una guerra colonial por ninguno de los países europeos», según Tomás Pérez Vejo—.[31][32]

El historiador Melchor Fernández Almagro, que era un niño cuando acabó la guerra, se refirió a los soldados heridos y mutilados que volvían de la campaña colonial «recorriendo las calles y plazas en penosa e inevitable exhibición del uniforme de rayadillo reducido a andrajos, con tétrica profusión de muletas, brazos en cabestrillo y parches en el demacrado rostro».[31]​ En la prensa se publicaron numerosos artículos sobre las condiciones en que volvían los soldados, «casi convertidos en esqueletos»; sobre la precaria situación en que habían quedado sus familias («mujeres cuyos hijos, único sostén suyo, están indebidamente sirviendo en ultramar, mujeres cuyos maridos fuéronse voluntarios a campaña dejando su haber o el premio de enganche como solo medio de que pudieran vivir los hijos de su alma»); y sobre la falta de respuesta del Gobierno («no se ha hecho todavía todo lo que hace falta en pro de las víctimas de la guerra... Hay pobres mujeres cuyos hijos murieron en Cuba y ni siquiera se les ha socorrido»). El 2 de septiembre de 1898 el diario La Rioja publicó: «¡La pluma se resiste a describir el lamentable estado en que estos desgraciados vienen, no sólo por su mal estado de salud, sino por la desnudez en la que se nos presentan, que más parecen proceder de una tribu salvaje que del ejército regular de una nación civilizada».[33]​ El historiador Pérez Vejo matiza que el retorno de los soldados «no fue ni tan caótico ni tan mortífero, habida cuenta de que se trató de una las mayores repatriaciones militares de la historia», pero la imagen «dantesca» construida por la prensa «es la que ha pervivido en la memoria colectiva española».[34]

En las Cortes también hubo quejas y protestas por la actuación del gobierno. Una de las intervenciones de mayor impacto fue la del diputado republicano valenciano Vicente Blasco Ibáñez, que había apoyado la guerra, el 6 de septiembre de 1898:[35]

Es realmente bochornoso y contrista el ánimo con impresión dolorosa el espectáculo que estamos ofreciendo a Europa con el regreso de los soldados repatriados... Nosotros no cometeremos la injusticia de exigir responsabilidades o de acusar al Gobierno por la mortalidad de los repatriados en cuanto es consecuencia de los rigores del clima y de las penalidades de la campaña, pero sí podemos acusarle de imprevisión, de descuido, de olvido de los soldados. ¡Ah, señores ministros! Bien se conoce que la carne de pobre va barata y os importa poco que mueran esos soldados.

En cuanto a las clases populares se ha afirmado que tras conocer la derrota continuaron despreocupadamente con sus vidas, pero esta apreciación el historiador Tomás Pérez Vejo la considera un mito y «ni siquiera es cierto en el caso que aparentemente le dio origen, la corrida de toros celebrada en Madrid el 3 de mayo de 1898, un día después de que se tuviera notica de la derrota de Cavite, que, en realidad si no se suspendió fue por instrucciones del Gobierno, temeroso de posibles incidentes, y a la que, según las informaciones de la época, apenas asistió público».[36]​ El origen del «mito» es posible que se encuentre en el artículo que publicó en el diario madrileño El Tiempo el 16 de agosto de 1898 el líder del Partido Conservador Francisco Silvela en el que afirmó: «La guerra con los ingratos hijos de Cuba no movió ni una sola fibra del sentimiento popular». Una opinión compartida por otros políticos y difundida por los periódicos y líderes de opinión que hablaban de los llenos en los cafés, en los teatros y en las plazas de toros tras conocerse el «desastre». Pero estos testimonios hay que tomarlos con cierto escepticismo porque, como ha señalado Pérez Vejo, «eran esos mismos periódicos y líderes de opinión los que meses antes hablaban de la oleada de patriotismo que recorría la sociedad española». Sin embargo, el propio Pérez Vejo precisa que el «estado de ánimo» provocado por la derrota fue «mucho más de las élites políticas e intelectuales que del conjunto de los españoles. Fueron ellas las que vivieron la derrota como un desastre y las que, una vez producida, reconstruyeron la historia de la nación como un fracaso».[37]

La «literatura del desastre»

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Francisco Silvela, el líder del Partido Conservador (uno de los dos partidos del turno), fue uno de los iniciadores de la «literatura del Desastre» con el artículo que publicó el 16 de agosto de 1898 en el diario madrileño El Tiempo con el significativo título de «España sin pulso».

En los años inmediatamente posteriores a la guerra tuvo una amplia difusión la llamada «literatura del Desastre», aunque la reflexión sobre la supuesta «decadencia» de la «Nación española» que la caracterizó, y que según estos autores explicaría la pérdida de las colonias cuando el resto de los principales Estados europeos estaban construyendo sus propios imperios coloniales, se había iniciado unos años antes del 98 —en 1878 Manuel Pedregal y Cañedo había publicado Estudios sobre el engrandecimiento y decadencia de España y en 1890 Lucas Mallada Los males de la patria y la futura revolución española—.[38][39][40]

Un ejemplo pionero de la «literatura del Desastre» fue el artículo publicado el 16 de agosto de 1898 en el diario madrileño El Tiempo por Francisco Silvela, el líder del Partido Conservador (uno de los dos partidos del turno), con el significativo título de «España sin pulso». Silvela, como muchos otros, consideraba lo que había sucedido en Cuba y Filipinas era mucho más que una derrota militar, y se lamentaba más que por la pérdida de la riqueza de ultramar por «la expulsión de nuestra bandera de las tierras que descubrimos y conquistamos» (partiendo de una concepción de la nación esencialista e intemporal). Así, Silvela veía la derrota como la expresión de la «decadencia» de la nación española, una nación de guerreros y conquistadores según el relato construido por el liberalismo a lo largo del siglo XIX, pues se ponía fin de forma vergonzosa al gran logro que la definía: la colonización de América. Otros políticos e intelectuales compartieron y desarrollaron esta idea.[41]

Entre las muchas obras publicadas destacaron El problema nacional. Hechos. Causas. Remedios (1899) de Ricardo Macías Picavea, Del desastre nacional y sus causas (1900) de Damián Isern, La moral de la derrota (1900) de Luis Morote y ¿El pueblo español ha muerto? (1903) del doctor Madrazo. También participaron en este debate sobre el «problema de España» los escritores de lo que años más tarde se llamaría, precisamente, Generación del 98: Ángel Ganivet, Azorín, Miguel de Unamuno, Pío Baroja, Antonio Machado, Ramiro de Maeztu, etc.[38][39][40]​ Algunos de ellos habían asumido la tesis darwinista social de que España formaba parte de las naciones moribundas «latinas» como lo atestiguaba que por esas mismas fechas también hubieran sufrido sus propios «desastres» coloniales Portugal, con el Ultimátum británico de 1890; Italia, con la derrota de Adua frente a los etíopes (1896); o Francia con el incidente de Fachoda frente a los británicos del mismo año de 1898.[42]​ La idea de la existencia de las naciones moribundas había sido lanzada en Londres por Lord Salisbury precisamente cuatro días después del hundimiento de la flota española del Pacífico frente a Cavite.[43]

El juicio que le merecen las reflexiones y las propuestas de estos autores al historiador Tomás Pérez Vejo es bastante negativo. «La brillantez literaria de la generación del 98 ha opacado durante mucho tiempo la simplificación, grandilocuencia y pobreza de sus análisis y propuestas. Ni siquiera su idea de decadencia tiene nada de original, sino que se limita a retomar una vieja y retórica construcción del liberalismo decimonónico español, marcado desde sus orígenes gaditanos por una fuerte pulsión histórico-castellanista», afirma Pérez Vejo. «La negativa visión acerca del país y de su historia de la que hacen gala muchos de sus miembros y, sobre todo, sus llamadas a una especie de fundamentalismo hispánico, llenas de tópicos y retórica, van a proyectar su alargada, y no necesariamente benéfica, sombra sobre buena parte del siglo XX», añade.[44]

Partiendo de una concepción esencialista e intemporal de la nación, muchos de estos autores buscarán dilucidar cuál era el «alma de España» (precisamente una de las revistas en la que colaborarán muchos de ellos, aunque de corta existencia, llevará por título Alma Española). Ramiro de Maeztu, en lo que no será el único, la encontrará en el Quijote, el idealista que actúa, que contrapone a Hamlet, el materialista que reflexiona. «El Hamlet es la tragedia de Inglaterra; el Quijote es el libro clásico de España. En tono a las dos obras se ha venido cristalizando el alma de los dos pueblos. Inglaterra ha conquistado un imperio; España ha perdido el suyo», escribió Maeztu en Don Quijote, don Juan y la Celestina (1925).[45]

En la búsqueda del «alma de la nación» muchos de estos autores coincidieron con el regeneracionista Joaquín Costa y redescubrieron al «pueblo» como el verdadero depositario del «alma de la nación». Un pueblo cuyo «espíritu» habría degenerado no por sus defectos sino por los errores de sus élites (es el «Dios, que buen vasallo si oviese buen señor», de los romances sobre el Cid, no por casualidad convertido en el siglo XIX en el modelo del «ser español»). Así, como ha señalado Pérez Vejo, «el descubrimiento del carácter del pueblo español será una de las obsesiones del 98 y de los regeneracionistas... Sería un alma nacional que, aunque hija de la historia, la trascendería; causa más que consecuencia, sería ella la que explicaría la evolución histórica de la nación. [...] Un espíritu nacional que a lo largo de la historia habría encontrado expresión en la literatura, la música, la pintura, etc., y, de manera general, en las grandes expresiones de su espíritu, desde el Cantar de mio Cid hasta la pintura de Velázquez. Lo que latía detrás de ellas era el alma del pueblo, inmutable generación tras generación, que, según Ramón Menéndez Pidal, podía rastrearse ya en los pueblos iberos anteriores a la romanización».[46]

El «regeneracionismo»

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«Contener el movimiento de retroceso y africanización, absoluta y relativa, que nos arrastra cada vez más lejos fuera de la órbita en que gira y se desenvuelve la civilización europea, llevar a cabo una refundación del Estada español. Sobre el patrón europeo que nos ha dado hecho la historia y a cuyo empuje hemos sucumbido, restablecer el crédito de nuestra nación ante el mundo, evitar que Santiago de Cuba encuentre una segunda edición por Santiago de Galicia... o dicho de otro modo: fundar improvisadamente en la Península una España nueva, es decir, una España rica y que coma, una España culta y que piense, una España libre y que gobierne, una España fuerte y que venza, una España, en fin, contemporánea de la humanidad, que al trasponer las fronteras no se siente forastera, como si hubiese penetrado en otro planeta o en otro siglo [...] y no pasemos en breve plazo de clase inferior a raza inferior, esto es, de vasallos que venimos siendo de una oligarquía indígena, a colonos que hemos principiado a ser de franceses, ingleses y alemanes».
Joaquín Costa, Oligarquía y caciquismo, 1901.

Dentro de la literatura del Desastre destacó el regeneracionismo, una corriente intelectual que planteó la necesidad de «vivificar» —de regenerar— la sociedad española. De hecho se convirtió en la palabra de moda, «aunque con significados distintos según quién la pronunciase».[47]​ Sin duda, el autor de mayor influencia de esta corriente fue el aragonés Joaquín Costa. En 1901 publicó Oligarquía y caciquismo como la forma actual de gobierno en España, una obra en la que señaló al régimen político de la Restauración como el principal responsable del «atraso» de España. Según Costa, para poder «regenerar» al «organismo enfermo» que era la España de 1900 hacía falta un «cirujano de hierro» que pusiera fin al sistema «oligárquico y caciquil» e impulsara un cambio basado en «escuela y despensa». Una prueba de la gran popularidad que alcanzó Costa fue que el 15 de junio de 1901 fue acompañado entre vítores y mueras a los políticos profesionales desde el Ateneo de Madrid, donde había presentado su libro, hasta su casa en la calle de Barquillo, viéndose obligado a saludar desde el balcón y pronunciar un breve discurso.[38]

Tomás Pérez Vejo ha señalado que el regeneracionismo comparte con la literatura del Desastre, de la que forma parte, la misma visión sobre la «decadencia» de España construida por el liberalismo del siglo XIX según la cual esta se había iniciado con la derrota de la Comunidades de Castilla en la batalla de Villalar lo que supuso la implantación del «cesarismo absolutista» de los Habsburgo. Asimismo se plantearon el problema del «carácter nacional», o más bien de «los defectos del carácter nacional» como dijo Mallada y que desarrolló Costa, quien calificó a la «raza española» como «atrasada», «presuntuosa», «perezosa», «improvisadora», «vanilocua», etc.[48]​ En la reunión extraordinaria de la Cámara Agrícola del Alto Aragón que se celebró en Barbastro el 13 de noviembre de 1898 Costa propuso «una total rectificación de nuestra historia... fundar España como si nunca hubiera existido».[49]

Al igual que otros autores «del 98» Costa también concluyó que el pueblo era la auténtica «alma de la nación», por lo que la forma de regenerarla era «hacer libre al pueblo español, que es esclavo, elevar su cultura, que es cuasi africana». De hecho en una de sus primeras obras, publicada mucho antes de 1898, ya se había propuesto «sorprender y fijar el ideal político del pueblo español, tal como lo ha manifestado... en sus refranes, romances y poemas primitivos o cantares de gesta... y deducir de esos mismos monumentos el sentido ideal de nuestra historia política». Esta visión culminó con la publicación en 1902 de la obra colectiva Derecho consuetudinario y economía popular, en la que también participó Miguel de Unamuno, cuya idea de la intrahistoria no distaba mucho de la de Costa.[50]

Ramón Villares al hacer balance del impacto del regeneracionismo ha señalado que «si el regeneracionismo no triunfó en términos políticos inmediatos, su éxito en el ámbito intelectual fue clamoroso: todas las grandes claves interpretativas de la España del siglo XX han sido (y, en algunos casos, todavía siguen vigentes) deudoras del regeneracionismo, desde las lamentaciones sobre la fallida revolución liberal hasta las lacras de la política».[51]

Impulso de los nacionalismos catalán y vasco

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Como ha señalado Ramón Villares, la «conmoción provocada por la crisis del 98» planteó sobre nuevas bases la «cuestión nacional». «Lo que hasta finales del siglo XIX era en España un difícil equilibrio entre lealtades o patriotismos distintos pero no necesariamente excluyentes, se convierte a partir del 98 en proyectos nacionales competitivos entre sí, aunque uno sea estatal y otros subestatales. [...] La gran novedad abierta por la crisis del 98 fue la irrupción de los regionalismos periféricos en el debate político español».[52]

 
Joan Maragall, autor de la Oda a Espanya, en La Ilustració Catalana (1903)

En Cataluña la Oda a Espanya del poeta Joan Maragall escrita en catalán en el mismo año del «Desastre» fue «el aldabonazo que alertó del descontento de la sociedad catalana respecto de la gestión de la guerra y sus consecuencias».[53]​ Así acababa el poema:

On ets, Espanya? — No et veig enlloc.
No sents la meva veu atronadora?
No entens aquesta llengua — que et parla entre perills?
Has desaprès d’entendre an els teus fills?
Adéu, Espanya!
¿Dónde estás, España? — No te veo en ninguna parte.
¿No oyes mi voz atronadora?
¿No entiendes esta lengua que te habla entre peligros?
¿Has desaprendido a entender a tus hijos?
¡Adiós, España!

Así pues, a partir de 1898 el catalanismo político, cuyo documento fundacional fueron las Bases de Manresa de la Unió Catalanista de 1892 y que durante la guerra había apoyado la concesión de la autonomía a Cuba, un precedente para conseguir la de Cataluña,[54]​ experimentó un fuerte impulso, fruto del cual nació en 1901 la Lliga Regionalista. Esta surgió de la fusión de la Unió Regionalista fundada en 1898 y del Centre Nacional Català, que aglutinaba a un grupo escindido de la Unió Catalanista encabezado por Enric Prat de la Riba y Francesc Cambó. La razón de la ruptura fue que estos últimos, en contra de la opinión mayoritaria de la Unió, habían defendido la colaboración con el gobierno regeneracionista del conservador Francisco Silvela —uno de ellos Manuel Duran y Bas, formó parte de él; y personalidades cercanas al catalanismo ocuparon las alcaldías de Barcelona, Tarragona y Reus, así como los obispados de Barcelona y Vic—, aunque finalmente rompieron con el Partido Conservador al no ser aceptadas sus reivindicaciones —concierto económico, provincia única, reducción de la presión fiscal—. La respuesta fue el tancament de caixes y la salida del gobierno de Duran i Bas y la dimisión del doctor Bartomeu Robert como alcalde Barcelona.[55]​ Sin embargo, el fracaso del acercamiento a los conservadores españoles dio un nuevo impulso a la Lliga ya que encontró un apoyo cada vez mayor entre muchos sectores de la burguesía catalana desilusionados con los partidos del turno. Esto se tradujo en su triunfo en las municipales de 1901 en Barcelona, lo que significó el fin del caciquismo y del fraude electoral en la ciudad.[56]

 
Velatorio de Sabino Arana (noviembre de 1903)

En cuanto al País Vasco, el Partido Nacionalista Vasco (EAJ-PNV), fundado por Sabino Arana en 1895, era todavía un grupo político que apenas tenía afiliados y cuya implantación se reducía a Bilbao, y ni siquiera tenía un periódico propio tras la desaparición en 1897 de Baserritarra por problemas económicos. Además su capacidad de influencia se veía limitada por la ola de la exaltación nacionalista española provocada por la guerra hispano-estadounidense —durante una manifestación la casa de Arana en Bilbao fue apedreada—. Pero ese año de 1898 cambió completamente la situación del PNV —que junto con el PSOE habían sido los dos únicos grupos políticos vascos que se había opuesto a la guerra— gracias al ingreso en el mismo del grupo de los euskalerriacos que le proporcionaron «cuadros políticos, el semanario Euskalduna y recursos económicos, pues estos fueristas eran burgueses vinculados a la industria y al comercio, en especial su dirigente Ramón de la Sota», y que, frente al independentismo de Arana, defendían la autonomía para el País Vasco, acercándose así a los planteamientos del nacionalismo catalán. El apoyo de los euskalerriacos fue decisivo para que Arana fuera elegido en septiembre de 1898 diputado provincial de Vizcaya por Bilbao. A partir de esa fecha Arana moderó sus planteamientos más radicales, anticapitalistas y antiespañoles, e incluso en el último año de su vida renunció a la independencia de Euskadi y propugnó «una autonomía lo más radical posible dentro de la unidad del estado español», una evolución españolista muy discutida por sus correligionarios después de su muerte —el día 25 de noviembre de 1903— con tan solo 38 años de edad.[57]

Impacto en las relaciones con los países hispanoamericanos

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El «Desastre del 98» provocó en los países hispanoamericanos el inicio (o la aceleración) de un proceso de reconciliación con España, en el que esta representaba la civilización y Estados Unidos la barbarie, dando origen «a uno de los momentos más hispanófilos de la historia del continente, con la reivindicación de lo español como seña de identidad y base de las culturas nacionales americanas (el "somos en el fondo españoles" de Manuel Gálvez en El solar de la raza, publicado en 1913)», ha señalado Tomás Pérez Vejo. «El 98 actuó como auténtico catalizador de un sentimiento de superioridad moral en el que las naciones hispanoamericanas se reconocían como hijas y continuadoras de una civilización distinta de la anglosajona y que hundía sus raíces en la tradición hispánica. Constituyó uno de los grandes momentos del hispanismo en América», añade Pérez Vejo.[58]

 
El uruguayo José Enrique Rodó en 1900, año en que publicó el ensayo Ariel.

Entre los autores que reivindicaron la herencia española destacó el uruguayo José Enrique Rodó que en 1900 publicó Ariel, un ensayo que se centraba en la oposición entre Ariel, símbolo de la cultura «latina» (un adjetivo que ciertos sectores liberales preferían al de «español» o al de «hispánico»), y Calibán, de la anglosajona. Frente al «utilitarismo sin espíritu» de este último, «Ariel triunfante, significa idealidad y orden en la vida, noble inspiración en el pensamiento, desinterés en moral, buen gusto en el arte, heroísmo en la acción, delicadeza en las costumbres», escribió Rodó. El nicaragüense Rubén Darío, quien llamó a Rodó «el pensador de los nuevos tiempos», ya había identificado a la cultura anglosajona con el personaje de Calibán, cuyo único ideal «está circunscrito a la bolsa y a la fábrica», y había contrapuestos a unos Estados Unidos de «comedores de carne cruda, herreros bestiales, habitadores de casas de mastodontes», con España que se llamaba «Hidalguía, Ideal, Nobleza [...] Cervantes, Quevedo, Góngora [...] la Hija de Roma, la Hermana de Francia, la Madre de América». Otros muchos autores les siguieron como el mexicano José Vasconcelos, el chileno Nicolás Palacios o los argentinos Manuel Baldomero Ugarte y Manuel Gálvez.[59]

 
Retrato de Rafael Altamira por Joaquín Sorolla para Hispanic Society of America (1913), con traje académico (muceta de doctor en Derecho que porta la gran cruz de la Orden de Alfonso XII).

En el lado español destacó el republicano Rafael Altamira que propugnó un nuevo hispanoamericanismo, una especie de panhispanismo cercano a los coetáneos pangermanismo y paneslavismo, que postulaba la existencia de una comunidad de pueblos hispánicos por encima de las divisiones políticas («España es América» y «América es España», escribió). Ya en octubre de 1898, «sangrando todavía las inmensas heridas de las guerras en tierras hispanoamericanas», hizo un llamamiento en defensa de «una auténtica solidaridad con aquellos países, hijos de España, esperanza que de realizarse, nos permitirá ver en poco tiempo cómo termina la tutela —en muchos aspectos peligrosa— que el pensamiento francés, el norteamericano y otros heterogéneos con el de nuestra raza ejercen sobre el espíritu hispanoamericano». Para fundamentar su propuesta reescribió la historia de la colonización española en América en la que defendió la tesis de que la conquista y la obra de España en América había sido positiva, cuestionando la leyenda negra española e incluso la obra del padre Bartolomé de Las Casas que según Altamira estaba llena de falsedades y exageraciones. Se trataba, como escribió en Psicología del pueblo español (1902), de «restaurar el crédito de nuestra historia, para devolverle al pueblo español la fe en sus cualidades nativas y en su aptitud para la vida civilizada».[60]

Para difundir su proyecto panhispanista realizó un viaje por varios países hispanoamericanos entre julio de 1909 y marzo de 1910, a las puertas de la celebración del primer centenario de su independencia, donde dio una serie de conferencias que, excepto en Cuba, cosecharon un enorme éxito, del que finalmente se hizo eco la prensa española. Así que cuando Altamira regresó a España fue recibido por multitudes que vitoreaban su nombre por todos las localidades por donde pasó. Hasta el propio rey Alfonso XIII le apoyó, a pesar de su conocido republicanismo, así como diversos sectores políticos. Sin embargo, según Tomás Pérez Vejo, «los resultados fueron bastante efímeros, y este hispanoamericanismo regeneracionista acabó cayendo en la misma retórica vacía del hispanismo tradicional».[61]

Por otro lado, hubo un sector minoritario que no compartió la propuesta de Altamira y defendió la ruptura radical con el pasado imperial. Fue la postura de Joaquín Costa quien ya en noviembre de 1898, un mes después del llamamiento panhispanista de Altamira, vaticinó que los países hispanoamericanos estaban condenados a «desangrarse rápidamente para ir a caer grano a grano en las ávidas fauces del sajón» (en referencia a Estados Unidos). En una carta de 1903 le dijo a Rafael Altamira: «En sus optimismos no comulgo: tengo a la raza (de aquí y de ultramar) por definitivamente condenada a la suerte de Egipto, de Roma...; por excluida de la historia. A la raza, digo, no al español, ni al argentino, ni al boliviano, etc.».[62]

Referencias

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  1. Pérez Vejo, 2020, p. 109. «Hay que ser muy cuidadosos cuando se habla de los posicionamientos de la sociedad española frente al 98 y no confundir el de sus élites, que por otro lado es aquel del que más información tenemos y el que ha definido el papel del Desastre en la memoria colectiva, con el del conjunto de la población».
  2. Moreno Luzón, 2009, p. 314. «España no se asemejaba a Gran Bretaña, pero tampoco a una colonia africana, más bien se aproximaba a Italia y a otros estados europeos de segunda fila que, al comenzar el siglo XX, se adentraban en la compleja política de masas».
  3. Pérez Vejo, 2020, pp. 187-190.
  4. Suárez Cortina, 2006, pp. 148-154.
  5. Dardé, 1996, pp. 122-124.
  6. Villares, 2009, pp. 298-301. «Hubo descalabro marítimo, pero sus consecuencias no fueron traumáticas... No supuso más que una tormenta pasajera en la navegación política de España. [...] Hubo ruido de sables, pero ningún general pensó seriamente en un pronunciamiento... Los militares se habían implicado tanto en la guerra, que bastante tenían con escabullirse de sus responsabilidades en vez de preparar un golpe de fuerza y acabar de confundir mesianismo con arbitrismo. Y los intérpretes intelectuales y políticos de la derrota del 98 tampoco hilaron fino, porque entre regeneracionismos e imprecaciones a la redención de la patria consumieron un tiempo precioso. Cuando en los años veinte reflexione Azaña sobre esta materia en su breve ensayo Todavía el 98 (1923), su conclusión no puede ser más demoledora: todo lo que hizo la generación del Desastre fue "haber desnudado de ideas políticas a su política". [...] La derrota tuvo pocos efectos a corto plazo, pero el régimen tampoco fue retado en serio por ninguna fuerza alternativa».
  7. Villares, 2009, pp. 301-303. «La solidez del sistema de la Restauración, más que quebrar de repente, se fue erosionando y transformando lentamente durante un cuarto de siglo, hasta la llegada de la dictadura de Primo de Rivera. [...] El problema más complicado fue resolver la creciente tensión entre un régimen político concebido para un modelo de liberalismo oligárquico y la necesidad de afrontar los retos de una política propia de una sociedad de masas... El segundo gran problema fue el de afrontar una cuestión nacional planteada sobre nuevas bases a partir de la conmoción provocada por la crisis del 98».
  8. Villares, 2009, p. 273.
  9. Suárez Cortina, 2006, pp. 144-145.
  10. Villares, 2009, pp. 284; 288.
  11. Dardé, 1996, p. 120.
  12. Pérez Vejo, 2020, pp. 110-111; 120-121.
  13. Villares, 2009, p. 274.
  14. Pérez Vejo, 2020, p. 202.
  15. Pérez Vejo, 2020, p. 127. «[En el lobby] figuraban algunas de las mayores fortunas de la Restauración... Todos ellos con el común denominador de tener en Cuba el origen de su riqueza y de seguir manteniendo intereses a uno y otro lado del Atlántico».
  16. Pérez Vejo, 2020, pp. 121-123.
  17. Pérez Vejo, 2020, pp. 133-138.
  18. Villares, 2009, pp. 284-285.
  19. Pérez Vejo, 2020, pp. 139-141.
  20. Pérez Vejo, 2020, pp. 136; 142.
  21. Villares, 2009.
  22. Villares, 2009, pp. 288-289.
  23. a b Suárez Cortina, 2006, pp. 145-146.
  24. Villares, 2009, p. 289.
  25. a b Dardé, 1996, p. 116.
  26. Suárez Cortina, 2006, pp. 145-146. «La supervivencia del régimen monárquico… llevó a liberales y a conservadores a optar por la derrota como garantía de que de ese modo era posible salvaguardar la Corona. […] La lógica de la guerra estuvo, pues, sometida a un cometido básico: preservar la integridad del patrimonio heredado y salvaguardar el trono del rey-niño».
  27. Pérez Vejo, 2020, pp. 135-136. «La decisión de ir a la guerra con Estados Unidos pudo estar más motivada por la conclusión de que, para la supervivencia del régimen, era menos peligrosa una derrota frente a un enemigo exterior que una ante los independentistas cubanos o que la entrega sin lucha de la isla. [...] Una derrota quirúrgica, rápida y sin paliativos, que era lo esperable de un enfrentamiento militar con Estados Unidos, desactivaría muchos de estos riegos [el fin de la Restauración], como efectivamente ocurrió. Es posible que la guerra no fuera el resultado de una locura colectiva, atizada por la irresponsabilidad de la prensa, sino de una decisión política racional por parte de un Gobierno que, equivocadamente o no, llegó a la conclusión de que la única forma de sobrevivir a la catástrofe era la derrota militar».
  28. Villares, 2009, p. 274. «Era preferible, al menos de cara al interior, perder una guerra que afrontar la humillación del abandono de las colonias por un puñado de dólares. Esta era la perspectiva oficial española...».
  29. Dardé, 1996, p. 121.
  30. Villares, 2009, p. 293.
  31. a b Dardé, 1996, pp. 122; 100.
  32. Pérez Vejo, 2020, pp. 123; 125. «Otro asunto era la calidad de los soldados de ese ejército: estaban mal alimentados..., mal uniformados... y convencidos de que a la guerra sólo iban los pobres».
  33. Pérez Vejo, 2020, pp. 123-124.
  34. Pérez Vejo, 2020, p. 123.
  35. Pérez Vejo, 2020, p. 124.
  36. Pérez Vejo, 2020, p. 121.
  37. Pérez Vejo, 2020, pp. 108-109; 121.
  38. a b c Suárez Cortina, 2006, p. 156.
  39. a b Dardé, 1996, pp. 124-125.
  40. a b Pérez Vejo, 2020, p. 130.
  41. Pérez Vejo, 2020, pp. 185-189. «Nada ejemplificó mejor este sentimiento de fin de la historia que la entrada en el puerto de Cádiz, el 16 de enero de 1899, del crucero Conde de Venadito con los restos de Cristóbal Colón, trasportados desde La Habana para su entierro en la catedral de Sevilla. Con este viaje se cerraba el círculo iniciado cuatrocientos años antes por la Santa María».
  42. Moreno Luzón, 2009, pp. 310-311.
  43. Villares, 2009, p. 297.
  44. Pérez Vejo, 2020, pp. 128-129.
  45. Pérez Vejo, 2020, pp. 218-219.
  46. Pérez Vejo, 2020, pp. 220-224. «Nada demasiado diferente a lo que había afirmado Modesto Lafuente en Historia general de España, la obra cumbre de la historiografía liberal española. Cambiaban los protagonistas —el pueblo en lugar de los grandes héroes—, pero no la visión esencialista de una nación intemporal que atravesaba los siglos, tribu errante en el tiempo, siempre fiel a sí misma».
  47. Villares, 2009, p. 301.
  48. Pérez Vejo, 2020, pp. 130-131.
  49. Pérez Vejo, 2020, p. 214.
  50. Pérez Vejo, 2020, pp. 222-223.
  51. Villares, 2009, p. 303.
  52. Villares, 2009, pp. 302-303.
  53. Villares, 2009, p. 302.
  54. De la Granja, Beramendi y Anguera, 2001, p. 72.
  55. De la Granja, Beramendi y Anguera, 2001, p. 72-73.
  56. De la Granja, Beramendi y Anguera, 2001, p. 73.
  57. De la Granja, Beramendi y Anguera, 2001, p. 83; 85-89.
  58. Pérez Vejo, 2020, pp. 172-176. «Hay en este redescubrimiento de lo español algo muy parecido a la voluntad de la generación del 98 de redescubrir una España distinta a la que sus antecesores les habían contando, y también la misma voluntad de regeneración; algo así como la búsqueda de la identidad perdida pare recuperar el camino que nunca tendría que haber abandonado».
  59. Pérez Vejo, 2020, pp. 174-176.
  60. Pérez Vejo, 2020, pp. 178-181.
  61. Pérez Vejo, 2020, pp. 181-182.
  62. Pérez Vejo, 2020, p. 184.

Bibliografía

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