Consulado (Francia)

Summary

El Consulado fue el régimen político que existió en Francia entre 1799 y 1804, durante la Primera República, tras el triunfo del golpe de Estado del 18 de brumario (9 de noviembre de 1799) que puso fin al Directorio (último periodo de la Revolución francesa) y proporcionó todo el poder al general Bonaparte. Durante sus dos primeros años se rigió por la Constitución del Año VIII hecha a la medida de Bonaparte, proclamado primer cónsul por diez años —como ha señalado Michel Péronnet, «la constitución del año VIII es el resultado de la voluntad de Bonaparte de asegurarse el poder»—.[1]​ En 1802 se promulgó la llamada Constitución del Año X que convirtió a Bonaparte en cónsul vitalicio. Finalmente Napoleón Bonaparte se proclamaría en 1804 «emperador de los franceses» poniendo fin a la República y dando nacimiento al Primer Imperio.

Napoleón Bonaparte, primer cónsul. De François Gérard, 1803.

Golpe de Estado del 18 de Brumario: el «ciudadano Bonaparte», primer cónsul (la Constitución del Año VIII)

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Según un informe de la policía «la Revolución del 18 de brumario», como llamaba al golpe de Estado, no había provocado un gran entusiasmo entre la mayoría de la población, aunque tampoco se habían producido muestras de apoyo al régimen del Directorio derribado.[2][3]​ Los «brumarianos» desplegaron entonces una gran campaña propagandística culpando al Directorio de todos los problemas que padecía la República y ensalzando la figura de Bonaparte («amigo inmortal de los franceses», «dios de la luz», se decía en un periódico). Se propagó la leyenda de que Bonaparte había sido amenazado de muerte por los diputados del Consejo de los Quinientos armados con puñales. Sin embargo, como ha señalado Jeremy D. Popkin, en aquel momento «ni el propio Bonaparte ni nadie sabía qué tipo de gobierno iba a sustituir al Directorio y qué parte del legado de la Revolución francesa preservaría o desharía».[2][3]​ Lo que sí que estaba claro para las clases acomodadas, que mayoritariamente habían apoyado el golpe, era que había que «terminar definitivamente la era revolucionaria», como ha señalado Albert Soboul:[4]​ Así lo expresó el 24 de brumario (14 de noviembre) Le Moniteur:[5]

Francia quiere algo grande, permanente. La inestabilidad la ha perdido, es la seguridad lo que quiere. No quiere la realeza, está proscrita; quiere la unidad en la acción del poder que ejecutará las leyes. Quiere un cuerpo legislativo independiente y libre... Quiere que sus representantes sean conservadores pacíficos y no innovadores turbulentos. Quiere, por último, recoger el fruto de diez años de sacrificio.
 
Los tres cónsules fueron: Cambacérès, Bonaparte y Lebrun.

Fue Sieyès —el primero de los tres miembros de la «comisión consular ejecutiva» salida del golpe, junto con Ducos y Bonaparte— quien presentó un boceto de Constitución que fue aceptado por Bonaparte en todo lo relacionado con el poder legislativo —compuesto por dos cámaras, Cuerpo Legislativo y Tribunado, no elegidas por los ciudadanos y sin iniciativa legislativa, más un Senado, cuyos miembros, también designados por el gobierno, eran vitalicios— pero rechazó la propuesta del poder ejecutivo formado por un grand électeur, que designaría a los otros dos cónsules, porque no estaba dispuesto a quedar relegado a un cargo prestigioso pero sin poder real. Tras mantener Sieyès y Bonaparte una reunión muy tensa que a punto estuvo de llevarles a la ruptura total, el primero cedió y aceptó la idea de Pierre-Louis Roederer, estrecho aliado de Bonaparte, de transformar el cargo de grand électeur en el de premier consul (primer cónsul) con poder para dirigir el gobierno y que los otros dos cónsules —nombrados como el primer cónsul por diez años— ostentaran poderes meramente simbólicos —de hecho el sueldo del primer cónsul será el triple que el de los otros dos—.[6][7][8]

Bonaparte dejó que fuera Sieyès quien seleccionara a los otros dos cónsules y a la mayoría de los miembros de los nuevos órganos legislativos. Finalmente Sieyès renunció a ser cónsul, también su aliado Roger Ducos, y se nombró a Jean Jacques Régis de Cambacérès y a Charles-François Lebrun. Sieyès, que se quedó con la presidencia del Senado, fue compensado por Bonaparte con la concesión de una valiosa propiedad fuera de París. El nuevo Senado, el Cuerpo Legislativo y el Tribunado estuvieron formados por antiguos diputados del Consejo de los Ancianos y del Consejo de los Quinientos. Otros ocuparían el Consejo de Estado, el órgano encargado de redactar las leyes.[6][7]

El 24 de frimario del año VIII (15 de diciembre de 1799), apenas un mes después del golpe, se promulgó la Constitución del Año VIII. Además de la nueva concepción del poder legislativo —«inteligentemente aniquilado al dividirlo en tres asambleas»—[9]​ y del poder ejecutivo, de hecho en manos del primer cónsul,[10]​ la Constitución presentaba otras importantes novedades respecto a las dos anteriores (la monárquica de 1791 y la republicana de 1793): no incluía ninguna declaración de derechos; preveía la posibilidad de suspender toda la Consstitución en caso de «problemas que amenazaran la seguridad del Estado»; y el artículo que establecía que «el régimen de las colonias francesas está determinado por leyes especiales», que abría la posibilidad de restablecer la esclavitud, abolida en 1794. La monárquica Gazzette de France valoró así la nueva Constitución: «No hay que hacerse ilusiones en política. Los franceses no tienen ninguna salvaguarda contra la preponderancia del poder ejecutivo, y si es justo y sabio, lo será porque le interesa».[11]​ Los cónsules anunciaron: «la Revolución está terminada».[12][7]

Para legitimar su poder Bonaparte quiso que la nueva Constitución, en contra de la opinión de Sieyès, fuera refrendada por el pueblo mediante un plebiscito (en el que podrían participar todos los varones adultos, sin distinción de su riqueza) y ello a pesar de que las nuevas instituciones ya estaban funcionando con miembros nombrados por los cónsules. Pero la participación fue tan baja que Lucien Bonaparte, uno de los hombres clave del golpe de brumario y recién nombrado por su hermano ministro del Interior, tuvo que manipular las cifras pues solo se había emitido 1,6 millones de votos, por debajo de los 1,8 millones que habían apoyado la Constitución jacobina de 1793.[13]​ Las cifras oficiales fueron tres millones de votos favorables contra 1562.[14]​ No obstante, como ha comentado Jeremy D. Popkin, «el plebiscito permitió que Bonaparte compareciera como un representante elegido por el pueblo francés, a diferencia de los miembros de los tres órganos legislativos, ninguno de los cuales había sido elegido».[15]​ Bonaparte se instaló en el Palacio de las Tullerías, la residencia en París del rey depuesto y guillotinado Luis XVI.[16]​ Allí «comenzó a recuperar rituales públicos que recordaba a la corte real», ha señalado Jeremy D. Popkin.[17]​ «No hubo consejo de ministros, y Bonaparte decidía todo en última instancia», ha destacado Albert Soboul.[18]

Primer período (1799-1802): Bonaparte, primer cónsul por diez años

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Retrato de Bonaparte como primer cónsul por Antoine-Jean Gros (1802).

Bonaparte se hizo con todo el poder y no toleró ningún tipo de críticas, ni siquiera por parte de aquellos que habían apoyado el golpe —el propio Sieyès estuvo vigilado por la policía que informaba de sus movimientos. Así, en enero de 1800 los cónsules anunciaron que se volvía al antiguo sistema de licencias para las publicaciones periódicas y prohibieron todos los periódicos que circulaban por París, excepto trece —nada más producirse el golpe ya habían sido clausurados los periódicos jacobinos—. Bonaparte sólo toleró un diario abiertamente contrarrevolucionario y antiilustrado, el Journal des Débats, que pronto se convirtió en el más leído en todo el país.[17]​ Por otro lado, como ha señalado Albert Soboul, «el carácter policial del régimen se afirmó desde el principio», con el ministro Joseph Fouché al frente, como lo demostraba que las detenciones arbitrarias fueran cada vez más frecuentes, a lo que se sumó la reforma judicial, aprobada el 18 de marzo de 1800, por la que el propio Bonaparte era quien nombraba a los jueces (excepto los de paz), a partir de las correspondientes listas de notables.[19]

Una pieza clave del «nuevo orden» fue la figura del prefecto, nombrado por el gobierno como la suprema autoridad en cada departamento, por encima de los órganos administrativos locales y departamentales electivos que se habían formado durante la Revolución. Contaba con el antecedente de los comisarios del gobierno nombrados por el Directorio y a muchos les recordaba a los intendentes del ancien régime, aunque tenían más poder que estos porque ya no tenían que enfrentarse a las instituciones abolidas por la Revolución, como los parlamentos.[20]​ En la presentación de la ley por la que se creaba esta nueva institución, aprobada el 17 de febrero de 1800, un diputado del Tribunado había argumentado lo siguiente —«no se podía definir mejor el carácter centralizador y autoritario del nuevo sistema administrativo», ha comentado Albert Soboul—:[21]

Hay que dar a la acción del gobierno unidad, vigor y celeridad, poniendo en juego la voluntad de un motor único en cada departamento... El prefecto, encargado esencialmente de la ejecución, tramita las órdenes al subprefecto, y éste a los alcaldes de ciudades, burgos y pueblos. De tal manera que la cadena de ejecución desciende sin interrupción del ministro al administrado, y transmite la ley y las órdenes del gobierno hasta las últimas ramificaciones del orden social con la rapidez del fluido eléctrico.
 
El rapto de las sabinas de Jacques-Louis David. El cuadro fue expuesto a finales de 1799, diez años después del cuadro El juramento de los Horacios. «El pintor pasa de presentar de manera heroica a los guerreros que juran defender su ciudad hasta la muerte, sin tener en cuenta, sus vínculos familiares, a la reconciliación entre los hermanos enemigos por medio de sus mujeres y hermanas, relegadas antaño a una resignación absoluta. Así, David da su visión, ambigua, desde luego, de la salida de la guerra civil... Eso se propone Bonaparte, al menos hasta 1802...».[7]

Bonaparte también se ocupó de las rebeliones chuanes que se habían recrudecido en las regiones del oeste de Francia desde el verano de 1799. Envió tropas, pero también negoció con sus cabecillas intentando convencerles de que aceptaran el nuevo régimen. Las conversaciones se iniciaron el 14 de noviembre, solo cuatro días después del triunfo del golpe, y concluyeron con un armisticio acordado el 24 de noviembre. Sólo dos jefes chuanes no depusieron las armas y frente a ellos Bonaparte no dudó en declarar el estado de sitio y en establecer tribunales militares que impusieron penas de muerte a los rebeldes apresados.[22][23]

Dentro de esta política de «pacificación» del país Bonaparte también se ocupó de la cuestión de los emigrés, anunciando que ya no se añadirían más nombres a las listas de los sancionados por haber huido de la Francia revolucionaria. Esta declaración animó a algunos emigrés a volver, a pesar de que las leyes contra ellos seguían vigentes por lo que no podrían recuperar sus propiedades, ni la plenitud de sus derechos. Tampoco olvidaron ellos sus propios resentimientos. El joven noble Chateaubriand, que había abandonado Francia en 1792, escribió que cuando caminaba por París tenía la sensación de «andar sobre sangre» (en referencia a «El Terror»). No obstante, Bonaparte solo fue tolerante con los emigrés que estaban dispuestos a aceptar el nuevo régimen y no con los que seguían defendiendo la monarquía —cuando el autoproclamado Luis XVIII le escribió prometiéndole una recompensa si restauraba la monarquía, Bonaparte le contestó: «No debéis esperar volver a Francia; tendrías que marchar sobre cien mil cadáveres. Sacrificad vuestro propio interés por la paz y la felicidad de Francia. La historia os lo agradecerá»—.[22]

 
Napoleón cruzando los Alpes por Jacques-Louis David (1802).

Sin embargo, la prioridad para Bonaparte era ganar la guerra que había heredado del Directorio, clave para la continuidad de su poder. Su objetivo principal fue recuperar Italia, que él mismo había conquistado tres años antes. Así reunió un ejército en Dijon y desde allí a mediados de mayo cruzó los Alpes, obligando a replegarse al ejército austríaco que sitiaba Génova, capital de la «república hermana» Ligur, último punto de apoyo francés en Italia. El 14 de junio lo derrotaba, no sin dificultades, en la decisiva batalla de Marengo. Tras volver a ser derrotados en diciembre en la batalla de Hohenlinden, los austríacos pidieron la paz y en febrero de 1801 se firmó el Tratado de Lunéville, por el que Francia recuperaba todo lo adquirido cuatro años antes en el Tratado de Campo Formio, incluidos los territorios situados al oeste del Rin, lo que constituiría el principio del fin del Sacro Imperio Romano Germánico. Entretanto se había producido el 24 de diciembre de 1800 un atentado realista (mediante la explosión de una «máquina infernal», un carro de caballos cargado de pólvora) contra Bonaparte y su esposa Josefina de Beauharnais en la calle Saint-Nicaise de París del que ambos salieron ilesos pero en el que murieron varios transeúntes. Previamente la policía había desarticulado varios complots, tanto realistas como republicanos.[24]

 
Grabado de la época que representa el momento de la explosión de la «máquina infernal» en el atentado de la calle de Saint-Nicaise de París del que salieron ilesos Bonaparte y su esposa (24 de diciembre de 1800).

El atentado de la calle de Saint-Nicaise acentuó el carácter autoritario y arbitrario del régimen de Bonaparte, quien consiguió que el Senado aprobara la creación de tribunales especiales para juzgar a los acusados de amenazar la seguridad pública —como en principio se pensó que el atentado había sido obra de los jacobinos, y así lo creyó el propio Bonaparte, más de un centenar de ellos fueron enviados a la Guayana donde fallecieron en su mayoría—. Algunas de las pocas voces que se alzaron para denunciar la deriva autoritaria y arbitraria de Bonaparte fue la del diputado del Tribunado Pierre Daunou quien dijo que los argumentos de los partidarios del gobierno podían servir para justificar «la suspensión de los derechos individuales y de todas las garantías sociales; los impuestos militares; las detenciones arbitrarias; las detenciones indefinidas; las inquisiciones arbitrarias». Por su parte Benjamin Constant lamentó haber apoyado el golpe de Brumario. «El espíritu militar se desliza en todas las relaciones civiles. Uno imagina que, para la libertad, como para la victoria, nada es más apropiado que la obediencia pasiva», escribió.[25]

 
Cuadro conmemorativo del Tratado de Amiens (1802) pintado en 1853 por Jules-Claude Ziegler. En el centro aparecen los firmantes: Bonaparte y el general británico Charles Cornwallis.

Por otro lado, el atentado convenció a Bonaparte de que para acabar definitivamente con la amenaza realista era necesario firmar la paz con el Reino Unido de Gran Bretaña, principal apoyo logístico y financiero de los monárquicos franceses. Así el 1 de octubre de 1801 se llegó a un acuerdo preliminar que dio paso a un tratado definitivo firmado el 25 de marzo de 1802 en Amiens. Por el Tratado de Amiens Gran Bretaña devolvía a Francia y a sus aliados casi todos los territorios de ultramar que les había arrebatado y a cambio Francia se comprometía a abandonar Egipto y la mitad meridional de la península italiana. Como ha destacado Jeremy D. Popkin, «por primera vez desde abril de 1792, Francia ya no estaba en guerra». Talleyrand, ministro de Asuntos Exteriores, escribió en sus memorias: «Se puede decir, sin la menor exageración, que, en la época de la paz de Amiens, Francia gozaba de una potencia, una gloria y una influencia tan grande en el mundo como el espíritu más ambicioso podía desear para su país».[26]

 
Retrato de Toussaint Louverture, líder de la Revolución haitiana.

Bonaparte no esperó a la firma del Tratado de Amiens para organizar una gran expedición que recuperara el dominio de las colonias francesas del Caribe, y en especial la de Saint-Domingue —«fue uno de los mayores esfuerzos militares de ultramar organizados por un gobierno europeo hasta ese momento», ha señalado Jeremy D. Popkin—. Al mes siguiente de haber alcanzado el acuerdo preliminar del 1 de octubre con Gran Bretaña, un centenar de barcos transportando más de veinte mil soldados zarparon de Francia al mando del general Charles Victoire Emmanuel Leclerc, cuñado de Bonaparte. Cuando desembarcaron en Saint-Domingue tuvieron que enfrentarse al ejército de Toussaint Louverture, el líder negro que gobernaba la colonia desde el triunfo de la rebelión de los esclavos de 1791, y al que finalmente consiguieron derrotar en abril de 1802. Leclerc incorporó a su propio ejército a los oficiales y a los hombres de Louverture, quien renunció a su puesto y se retiró a su plantación —en junio sería detenido, acusado de alentar la rebelión de los negros, y deportado a Francia, donde moriría en prisión en abril de 1803—. En cuanto Bonaparte conoció el éxito de la expedición el 20 de mayo de 1802 derogó la ley de la Convención de 1794 (16 de pluvioso del año II) que abolía la esclavitud y esta fue restablecida en las colonias. Según Jeremy D. Popkin, «abandonar la abolición de la esclavitud y el experimento que había convertido a Francia en un entidad política multirracial entre 1794 y 1802 fue el incumplimiento más devastador de las promesas de la Revolución por parte del Consulado».[27]

 
Firma del Concordato de 1801 por el primer cónsul Bonaparte. Cuadro de François Gérard.

Un mes después de la firma de la «Paz de Amiens» entraba en vigor oficialmente el Concordato entre la República francesa y la Santa Sede con una gran ceremonia celebrada el 18 de abril, Domingo de Pascua, en la catedral de Notre Dame de París. Firmado el 15 de julio del año anterior, se ponía fin así al largo contencioso que habían mantenido la Iglesia Católica y la Revolución francesa desde 1790 como consecuencia de la aprobación por la Asamblea Nacional Constituyente de la Constitución civil del clero. La iniciativa la había tomado Bonaparte que en junio de 1800, tras la ocupación de Milán, había hablado de «eliminar todos los obstáculos que pudieran impedir la reconciliación completa entre Francia y la cabeza de la Iglesia». El nuevo papa Pío VII acogió favorablemente la propuesta y se iniciaron las negociaciones que duraron un año. A cambio del reconocimiento del catolicismo como «la religión de la mayoría de los franceses», en lugar de otorgarle un estatus especial como gozaba durante el ancien régime, y de reanudar los pagos al clero, anulados en 1795, el papa aceptaba la pérdida permanente de las propiedades que habían sido expropiadas a la Iglesia desde 1789 y que los obispos franceses fueran nombrados por el gobierno, aunque su consagración religiosa correspondería al Papa (esto último, un regreso a las prácticas del galicanismo prerrevolucionario). También aceptaba la libertad de culto para protestantes y judíos. Según Jeremy D. Popkin, «para evitar que la población católica se alejara completamente de la Iglesia, Pío VII aceptó lo que era, desde su punto de vista, un acuerdo muy desfavorable». La prensa conservadora aplaudió el acuerdo, pero muchos oficiales del Ejército no ocultaron su descontento. Uno de ellos preguntado por Bonaparte tras la celebración de la ceremonia en Notre Dame le dijo: «Es una pena que no esté aquí el millón y pico de hombres que perdieron la vida por destruir lo que usted ha restablecido».[28]

La política de «reconciliación» iniciada con el Concordato —se puso fin a la división entre el clero refractario, uno de los apoyos fundamentales de la contrarrevolución, y el clero constitucional, que había aceptado la Constitución civil del clero— se completó una semana después con la amnistía a los emigrés decretada por el senadoconsulto del 26 de abril de 1802 (6 floreal del año X). Aunque la amnistía no les devolvió las propiedades que ya hubieran sido vendidas (las que no lo hubieran sido podrían recuperarlas), la inmensa mayoría de los emigrés se acogió a ella y sólo los muy irreductibles, que seguían defendiendo la legitimidad de Luis XVIII, no retornaron.[29][30][31]​ Poco antes, en marzo, Bonaparte había conseguido que fueran apartados del Tribunado y del Cuerpo Legislativo aquellos diputados que, como Benjamin Constant y otros «ideólogos», habían criticado sus tendencias autoritarias.[32]

Segundo período (1802-1804): Bonaparte, primer cónsul vitalicio (la Constitución del Año X)

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El Concordato y la Paz de Amiens aumentaron enormemente la popularidad de Bonaparte y sus partidarios propusieron que el consulado por diez años pasara a ser vitalicio, incluida la posibilidad de elegir a su sucesor. Pierre-Louis Roederer argumentó que Bonaparte merecía «un regalo digno de su devoción: el del tiempo necesario para asegurar la felicidad de Francia». El Tribunado aprobó que se diera a Bonaparte «una muestra clamorosa de reconocimiento nacional». Como encontró cierta oposición en el Senado Bonaparte decidió recurrir directamente al pueblo y convocó un plebiscito para decidir si debía ser cónsul vitalicio. El resultado fue una victoria rotunda: más de tres millones y medio de votantes dijeron que sí y solo 8374 se opusieron (a diferencia del plebiscito de febrero de 1800 no hizo falta manipular el resultado, lo que demostraba que el régimen gozaba de amplios apoyos entre la población). El 2 de agosto el Senado, traduciendo «la expresión popular», proclamó a Bonaparte cónsul vitalicio. Dos días después un senadoconsulto orgánico fue aprobado sin discusión dando nacimiento a la llamada Constitución del Año X, que además aumentó los ya amplios poderes del primer cónsul. Entre ellos el derecho de presentar ante el Senado a su sucesor.[32][33]

Un claro síntoma de que el gobierno ahora se sustentaba en principios diferentes a los de la Revolución, como ya lo habían demostrado el restablecimiento de la esclavitud y el Concordato, fue la creación de la Legión de Honor. Sus defensores argumentaron que no contradecía el principio de la igualdad porque la pertenencia a la misma no supondría ningún privilegio legal y no tenía carácter hereditario. Sin embargo, sus detractores la vieron como el restablecimiento de las prácticas de la monarquía de otorgar títulos y distinciones y cuando se votó en el Tribunado 110 diputados se opusieron, el número más alto nunca alcanzado en una votación contra una ley propuesta por Bonaparte.[34]

 
Doble napoleón (moneda de oro de 40 francos) del año XII (1803-1804) con la efigie de Bonaparte, primer cónsul, en el anverso, y con la leyenda "República Francesa" en el reverso.

Como ha señalado Albert Soboul, «a finales de 1802, no quedaba ninguna duda de las intenciones del dueño y señor: era el fin de la República». El 15 de agosto, cumpleaños de Bonaparte, se convirtió en fiesta nacional y a partir del año siguiente su efigie apareció en los nuevos francos, acuñados según lo establecido en la ley de 7 de germinal del año XI (28 de marzo de 1803) que vinculó su valor al de 5,90 gramos de plata, logrando así la tan ansiada estabilización monetaria —se abolió definitivamente la distinción entre moneda de cuenta y moneda real y por primera vez en Francia el valor intrínseco de la moneda se correspondía con su valor nominal; para los múltiplos o los submúltiplos del franco se adoptó el sistema decimal: un franco vale cien céntimos—. En la ley de germinal también se aprobó la acuñación de monedas de oro por valor de 20 francos (sobre la base de una relación de 1 a 15,5 entre la plata y el oro), que serán conocidas como napoleones (y dobles napoleones las de 40 francos).[35][36]​ Como ha destacado Soboul, «el franco de germinal fue el triunfo de la moneda metálica con valor propio, inmutable, el sistema ortodoxo que permaneció hasta la primera guerra mundial». Se trató de un sistema monetario que «consagró la plata como el metal monetario básico, pero se mantuvo el bimetalismo», añade Soboul.[37]

La Paz de Amiens solo duró doce meses. En mayo de 1803 se reanudaron las hostilidades. El motivo principal alegado por Bonaparte fue la negativa de los británicos a abandonar Malta, tal como se había acordado en el Tratado. También se quejaba de la tardanza de los británicos en reconocer a las «repúblicas hermanas», de la protección que estaban dando a los obispos emigrés que se habían negado a aceptar el Concordato, así como al conde de Artois, hermano menor del autoproclamado Luis XVIII, y a otros exiliados realistas. Asimismo estaba indignado con el virulento tratamiento que le estaba dando la prensa británica —así lo comunicó el embajador británico a su gobierno: «Si el primer cónsul nos declara la guerra, estoy convencido de que será más por la irritación que le causan nuestros diarios que por la disputa en sí»—. «Lo cierto era que ninguna de las partes se había comprometido realmente con los términos del acuerdo», ha señalado Jeremy D. Popkin.[38]

Una de las consecuencias inmediatas de la reanudación de la guerra fue que la marina británica volvió a cortar las comunicaciones de Francia con el Caribe, lo que supuso la pérdida de la colonia de Saint-Domingue ya que no se pudieron enviar más refuerzos para acabar con la rebelión que en octubre de 1802 habían encabezado los antiguos oficiales de Toussaint Louverture frente a una fuerza expedicionaria francesa diezmada por una epidemia de fiebre amarilla. Su comandante en jefe, el general Charles Victoire Emmanuel Leclerc, había muerto y su sustituto, el general Donatien-Marie-Joseph de Rochambeau, que recurrió a tácticas brutales para intentar acabar con la rebelión, se vio obligado a rendirse a finales de 1803. Poco después el líder de la rebelión Jean-Jacques Dessalines proclamaba la independencia de Haití. Fracasado su proyecto de crear un imperio en América, Bonaparte decidió vender la Luisiana a los Estados Unidos.[39]

 
Cuadro alegórico de 1833 sobre Napoleón como autor del Código Civil de Francia, obra del pintor Jean-Baptiste Mauzaisse.

En marzo de 1804 se promulgaba el Code Civil des Français, rebautizado en 1807 como Code Napoléon (Código Napoleónico), que constituyó el mayor y más duradero logro del Consulado de Bonaparte —de hecho, aunque con importantes modificaciones, sigue siendo la base de la sociedad francesa actual, y ha servido de modelo de los códigos civiles de varios países europeos, como Alemania o España—. Fue un empeño personal de Bonaparte, que intervino en ocasiones en su redacción, que corrió a cargo del Consejo de Estado durante cientos de sesiones iniciadas en 1800. Los principios revolucionarios de la libertad y la igualdad se intentaron compaginar con los de orden y respeto a la autoridad del nuevo régimen, pero en importantes aspectos, como los relativos a los derechos de las mujeres, de los hijos «naturales» y de los trabajadores, supuso un notable retroceso respecto a lo legislado durante la Revolución. Jeremy D. Popkin ha señalado que «las disposiciones del código se formularon para favorecer a los patriarcas propietarios, que debían gobernar a sus familias y a sus empleados como Bonaparte gobernaba ahora Francia». «El matrimonio siguió siendo un contrato civil, pero ya no era un acuerdo entre iguales», añade Popkin.[40]​ Por su parte, Albert Soboul ha destacado que «proclamó los principios de 1789: libertad de prensa, igualdad de todos ante la ley, libertad de conciencia y laicidad del Estado, libertad de trabajo», y que «por su inspiración burguesa, se preocupaba esencialmente de la propiedad». «Contribuyó, en cuantos lugares fue aplicado, a establecer los rasgos esenciales de la sociedad contemporánea», añade Soboul.[41]

En ese mismo mes de marzo de 1804 la policía detuvo al jefe chuan Georges Cadoudal y al general Jean-Charles Pichegru como cabecillas de un nuevo complot monárquico, apoyado por el gobierno británico, para asesinar a Bonaparte —pocos días antes se había detenido al general Jean Victor Marie Moreau, también implicado, y se había llegado a declarar el estado de sitio en París como medida preventiva—. Bonaparte decidió devolver el golpe a la familia Borbón y un grupo de soldados franceses entraron ilegalmente en el Estado de Baden, violando su neutralidad, y apresaron allí al duque de Enghien Luis Antonio Enrique de Borbón-Condé, hijo del príncipe de Condé. Lo llevaron a París donde un tribunal militar, a pesar de que no había pruebas de que estuviera implicado en el complot, lo condenó a muerte y fue ejecutado. Muchos monárquicos que habían aceptado el régimen de Bonaparte mostraron su rechazo, pero Bonaparte lo justificó aludiendo a la raison d'État: «Era necesario mostrar a los Borbones, al gabinete de Londres, a todas las partes de Europa, que esto no es un juego de niños», le dijo a un senador.[42]

 
Boceto de Jacques-Louis David para su cuadro La consagración de Napoleón en el que se muestra a este coronándose a sí mismo junto al Papa Pío VII como simple testigo. Finalmente no escogería este momento para su cuadro sino cuando Napoleón corona como emperatriz a su esposa Josefina de Beauharnais.

El complot monárquico para asesinar a Bonaparte fue utilizado como argumento de una campaña en la que se pedía que este fundara una dinastía, asegurando así la supervivencia de su régimen si le sucedía algo. El Senado aprobó una resolución en la que se pedía al primer cónsul que considerara «qué pasaría con el barco de la República si tuviera la desgracia de perder a su capitán... Nos ha salvado usted del caos del pasado, nos ha permitido disfrutar de los beneficios en el presente, denos garantías para el futuro».[43]​ El 30 de abril el Tribunado acordó que se elevase al Senado «un deseo que es el de toda la nación... Que Napoleón Bonaparte, actualmente primer cónsul, sea declarado Emperador, y, en calidad de tal, se le encomiende el gobierno de la República francesa» y «que la dignidad imperial sea declarada hereditaria en su familia». El consejero de Estado Jean-Étienne Portalis en su exposición de motivos al Senado argumentó: «Es estableciendo la herencia del poder en una nueva familia como conseguiremos destruir, hasta sus mismas raíces, las esperanzas quiméricas de una antigua familia; de esta forma comunicaremos al nuevo orden de cosas un carácter de estabilidad que el sistema electivo no puede ofrecer». Sólo Lazare Carnot, antiguo miembro del Comité de Salvación Pública, se opuso: «Sea cual sea el servicio que un ciudadano haya podido rendir a la patria, la razón impone unos límites al agradecimiento nacional. Si tal ciudadano ha llevado a cabo la salvación de su país, si ha restaurado la libertad pública, ¿sería lógico ofrecerle como recompensa el sacrificio de esta misma libertad?».[44]

El 18 de mayo el Senado votaba declarar a Bonaparte «emperador de los franceses», quien a partir de ese momento comenzó a llamarse a sí mismo por su nombre «Napoleón», como otras familias reales, y no por su apellido. Para legitimar el cambio constitucional se celebró, como en 1800 y en 1802, un plebiscito: más de tres millones y medio de franceses votaron a favor y sólo 2569 en contra. El 2 de diciembre tenía lugar en la catedral de Notre Dame de París la ceremonia de la coronación de Napoleón, inmortalizada por el pintor Jacques-Louis David en La consagración de Napoleón, a la que asistió el Papa Pío VII pero como simple testigo, ya que Napoleón se coronó a sí mismo —Napoleón afirmó: «He recogido la corona del arroyo, y el pueblo la puesto sobre mi cabeza»—. Fue el fin de la República nacida doce años antes. Una de las primeros decisiones oficiales del nuevo emperador fue abandonar el calendario republicano.[43][45]

Véase también

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Referencias

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  1. Péronnet, 1985, p. 93-96.
  2. a b Popkin, 2021, p. 583-585.
  3. a b Martin, 2022, p. 522.
  4. Soboul, 1983, pp. 413-414. «La consolidación había de suceder a los cambios, la primacía social de los propietarios se asentaba definitivamente».
  5. Soboul, 1983, pp. 413-414..
  6. a b Popkin, 2021, pp. 588-589.
  7. a b c d Martin, 2022, pp. 524-525.
  8. Soboul, 1983b, pp. 36-37.
  9. Soboul, 1983b, pp. 37-38.
  10. Soboul, 1983b, p. 38. «El primer cónsul es irresponsable, nombra ministros y funcionarios, posee la iniciativa de las leyes y el poder reglamentario para su aplicación; puede hacer detener "a los presuntos autores o cómplices de una conspiración contra la seguridad del Estado". La separación de poderes, pieza esencial del liberalismo político, era un engaño».
  11. Popkin, 2021, pp. 590-591.
  12. Popkin, 2021, pp. 590.
  13. Popkin, 2021, pp. 591. «Lucien Bonaparte... para salvar a su hermano de la vergüenza... aumentó sistemáticamente las cifras para que el nuevo régimen pudiera reclamar un respaldo más fuerte que su predecesor democrático»
  14. Soboul, 1983b, p. 37.
  15. Popkin, 2021, pp. 591.
  16. Martin, 2022, p. 525.
  17. a b Popkin, 2021, pp. 592.
  18. Soboul, 1983b, p. 39.
  19. Soboul, 1983b, pp. 47-48.
  20. Popkin, 2021, pp. 592-593. «El sistema de prefecturas resultó tan eficaz que todos los gobiernos posteriores franceses lo han mantenido».
  21. Soboul, 1983b, pp. 44-45.
  22. a b Popkin, 2021, pp. 593-594.
  23. Martin, 2022, p. 523.
  24. Popkin, 2021, pp. 594-596.
  25. Popkin, 2021, pp. 597-598.
  26. Popkin, 2021, pp. 598-599.
  27. Popkin, 2021, pp. 598-599; 604.
  28. Popkin, 2021, pp. 605-608.
  29. Boffa, 1989, p. 224-225.
  30. Popkin, 2021, p. 609. «La policía de París informó de animados debates sobre la medida [de la amnistía] en las calles y los cafés, pero Bonaparte estaba seguro de que el público la aprobaría "siempre que se respetara la venta de tierras nacionales"».
  31. Soboul, 1983b, pp. 39-40.
  32. a b Popkin, 2021, p. 609.
  33. Soboul, 1983b, p. 40. «Se acrecentaban considerablemente los poderes de Bonaparte: conclusión de tratados de paz y de alianza, derecho de gracia, designación de los otros cónsules y de los candidatos al Senado».
  34. Popkin, 2021, pp. 610-611.
  35. Soboul, 1983b, p. 41; 51.
  36. Péronnet, 1985, p. 44.
  37. Soboul, 1983b, p. 51.
  38. Popkin, 2021, pp. 613-614.
  39. Popkin, 2021, pp. 604.
  40. Popkin, 2021, pp. 610-613.
  41. Soboul, 1983b, pp. 9-10.
  42. Popkin, 2021, pp. 614-615.
  43. a b Popkin, 2021, pp. 615-616.
  44. Soboul, 1983b, pp. 41-42.
  45. Soboul, 1983b, pp. 42-43. «La dictadura personal de Napoleón y su aparato institucional pretendían conciliar su acción con los intereses del pilar esencial del nuevo orden social: los propietarios notables».

Bibliografía

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  • Boffa, Massimo (1989) [​1988​]. «Emigrados». En François Furet; Mona Ozouf, eds. Diccionario de la Revolución francesa [Dictionnaire critique de la Révolution française]. Madrid: Alianza Editorial. pp. 214-225. ISBN 84-206-5233-4. 
  • Martin, Jean-Clément (2022) [​2012​]. La Revolución francesa. Una nueva historia [Nouvelle histoire de la Révolution française] (9ª edición). Barcelona: Crítica. ISBN 978-84-9199-402-2. 
  • Péronnet, Michel (1985) [​1983​]. «Constituciones». Vocabulario básico de la Revolución Francesa [Les 50 mots clefs de la Révolution Française]. Barcelona: Crítica. pp. 83-96. ISBN 84-7423-250-3. 
  • Popkin, Jeremy D. (2021) [​2019​]. El nacimiento de un mundo nuevo. Historia de la Revolución francesa [A New World Begins. The History of the French Revolution]. Barcelona: Galaxia Gutenberg. ISBN 978-84-18526-18-3. 
  • Soboul, Albert (1983) [​1966​]. La Revolución Francesa [Précis d’Histoire de la Révolution Française]. Madrid: Tecnos. ISBN 84-309-0552-9. 
  • — (1983b). La Francia de Napoleón [La France napoléonienne]. Barcelona: Crítica. ISBN 84-7423-564-2. 
  •   Datos: Q877619
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