Confesor es un término propio del cristianismo, que puede utilizarse en dos sentidos distintos:
Inicialmente, ambos sentidos coincidían, puesto que los cristianos que habían cedido ante las amenazas o torturas durante las persecuciones, y habían abjurado de su fe, procuraban acercarse a los que habían sobrevivido sin abjurar, para rogarles ser readmitidos a la comunión. También les llamaban padres espirituales.
Los confesores de los reyes tuvieron un lugar más o menos destacado en todas las cortes católicas. En concreto, para las grandes monarquías autoritarias que se formaron en Europa Occidental al comienzo de la Edad Moderna (Francia, Inglaterra y la Monarquía Hispánica -desde 1640 España y Portugal-), era un asunto de Estado la elección de confesor real, confesor regio o confesor del rey. El confesor, en muchos casos, sirvió como consejero íntimo del rey, la única persona con quien podía consultar sobre sus problemas con seguridad de que sus palabras no se repetirían.
Los reyes de Francia, que llevaban el título de Rey Cristianísimo, otorgaron el cargo de confesor a clérigos prestigiosos, como Suger, abad de Saint Denis (benedictino).
Ya en la Edad Moderna, Edmundo Auger (Edmond Auger) fue el primer jesuita confesor de los reyes de Francia (Enrique III).[1]
De forma paralela al fortalecimiento del poder regio, la figura del confesor del rey cobra fuerza tanto por su propio ministerio cerca del soberano, como su eventual influencia en las decisiones políticas de este.
Durante los siglos XVI y XVII la mayoría de los confesores del rey son dominicos. Destacan entre el predominio dominico la figura de fray Luis de Aliaga, confesor de Felipe III,[2]o fray Antonio de Sotomayor, que lo fue de Felipe IV.
Tras la muerte de Carlos II y el advenimiento de la casa de Borbón al trono, se produce el acceso al confesionario del monarca de los jesuitas. Distintos miembros de la Compañía de Jesús serán confesores de los reyes Felipe V, Luis I y Fernando VI. En 1755, este último monarca, nombrará su confesor al prelado Manuel Quintano Bonifaz, perteneciente al clero secular.
En la segunda mitad del siglo XVIII destaca la figura de Joaquín de Eleta, franciscano y confesor de Carlos III.
Ya en el siglo XIX la figura del confesor irá reduciendo su ámbito de influencia, destacando sin embargo Félix Amat, confesor de Carlos IV y Cristóbal Bencomo, confesor de Fernando VII.
La última figura especialmente relevante que ocupó el cargo fue Antonio María Claret, nombrado por Isabel II entre 1857 y 1868.
Enrique VIII de Inglaterra obtuvo el título de Fidei Defensor por su defensa del dogma católico frente a Lutero en 1521, aunque poco tiempo después se separara de Roma (1534). Tuvo varios confesores, John Longland, obispo de Lincoln (se carteaba con los humanistas europeos, como Luis Vives), Juan Fisher, obispo de Rochester (opuesto a la anulación del matrimonio del rey, fue condenado a muerte -más tarde canonizado por la Iglesia católica-), Nicholas Heath, su sucesor (bautizó a Eduardo VI).
En el reino de Inglaterra altomedieval hubo un rey denominado Eduardo el Confesor, pero no se refiere ese mote a ningún tipo de función eclesiástica, sino a su consideración como santo.