Apocalipsis 22 es el vigésimo segundo y último capítulo del Libro del Apocalipsis o Apocalipsis de Juan, y el capítulo final del Nuevo Testamento y de la Biblia cristiana. El libro se atribuye tradicionalmente a Juan de Patmos.[1][2][3] Este capítulo contiene los relatos del trono de Dios en la Nueva Jerusalén, la conversación entre Juan y el Ángel y el epílogo del libro.[4]
Apocalipsis 22 | ||
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Texto Erasmus del Nuevo Testamento, última página (Apocalipsis 22:8-21), 1516. | ||
Otros nombres | Libro de la Revelación | |
Autor | Juan el Evangelista | |
Fecha | siglo XVI | |
El texto original fue escrito en griego koiné. Este capítulo está dividido en 21 Versículos.
Algunos manuscritos antiguos que contienen el texto de este capítulo son, entre otros:[5][7]
La realidad descrita en el Apocalipsis contrasta profundamente con la situación actual de la Iglesia peregrina, y solo puede ser vislumbrada por la fe en las palabras reveladas por Dios (vv. 6-9). El autor se siente consciente de que ha escrito como los profetas, guiado por el «Dios de los espíritus de los profetas» (v. 6), presentando su escrito como una «profecía». No como un secreto oculto, sino abierta para todos, con el fin de ayudar a la conversión, pues con la redención de Cristo ha comenzado la etapa final. La expresión «van a suceder pronto» (v. 6) subraya este sentido, y el pasaje exhorta al progreso continuo en santidad.[14]
No merece el nombre de bueno quien no aspira a ser mejor; y cuando empiezas a no querer ser mejor, entonces dejas de ser bueno. [15]
Jesucristo confirma solemnemente la autenticidad del contenido profético del libro. Luego, esta autenticidad es ratificada por la Iglesia orante (v. 17), por el autor del escrito (vv. 18-19) y, nuevamente, antes del saludo final, es confirmada por Cristo (v. 20)[17] La Esposa es la Iglesia, que, en respuesta a la promesa de Cristo (cfr 22,12), anhela con fervor y suplica la venida del Señor. Movida por el Espíritu Santo, la Iglesia ora de manera que sus voces se unen en una misma llamada. Se invita a cada cristiano a unirse a esta oración y a recibir en la Iglesia el don del Espíritu, simbolizado en el agua de la Vida (cfr 21,6), que permite experimentar de antemano los bienes del Reino. Cristo responde a la súplica de la Iglesia y del Espíritu con las palabras: «Sí, voy enseguida» (v. 20), una promesa que se repite siete veces en el libro, subrayando la certeza y firmeza de su cumplimiento.[18]
Sostenidos por esta certeza, reanudamos la marcha por los caminos del mundo, sintiéndonos más unidos y solidarios entre nosotros y, al mismo tiempo, llevando en el corazón el deseo que se ha hecho más ardiente de comunicar a los hermanos, envueltos todavía en las sombras de la duda y del desconsuelo, el “gozoso anuncio” de que en el horizonte de su existencia ha surgido “la estrella radiante de la mañana” (Ap 22,16): el Redentor del hombre, Cristo Señor.[19]
La esperanza cristiana no es vana, pues está fundada en la victoria de Cristo y prefigurada en la de la Mujer:
La victoria sobre el “príncipe de este mundo” (Jn 14,30) se adquirió de una vez por todas en la Hora en que Jesús se entregó libremente a la muerte para darnos su Vida. Es el juicio de este mundo, y el príncipe de este mundo ha sido “echado abajo” (Jn 12,31; Ap 12,11). “Él se lanza en persecución de la Mujer” (cfr Ap 12,13-16), pero no consigue alcanzarla: la nueva Eva, “llena de gracia” del Espíritu Santo es preservada del pecado y de la corrupción de la muerte (Concepción inmaculada y Asunción de la santísima Madre de Dios, María, siempre virgen). “Entonces, despechado contra la Mujer, se fue a hacer la guerra al resto de sus hijos” (Ap 12,17). Por eso, el Espíritu y la Iglesia oran: “Ven, Señor Jesús” (Ap 22,17.20), ya que su Venida nos librará del Maligno.[20]