La antroponimia (del griego ático ἄνθρωπος [ánthrōpos] ‘ser humano’, ‘persona’ y del dórico y eólico ὄνυμα [ónyma] ‘nombre’ más el sufijo -ια [-ia] ‘cualidad’, ‘relación’) u onomástica antropológica es la rama de la onomástica que estudia el origen y significado de los nombres propios de personas, incluidos los apellidos.[1] Por su parte, el término onomástica proviene del griego clásico ὀνομαστική (onomastikḗ) y se traduciría como ‘el arte de nombrar’.
El ser humano (y algunos animales, como los delfines)[2] siente la necesidad de identificarse con un elemento designador concreto: un antropónimo o nombre propio. Este hecho parece universal a casi todas las culturas humanas, aunque se registran algunas donde entre los miembros familiares no se usan nombres propios sino nombres comunes de parentesco como hijo / -a, padre / madre, etc.
En las sociedades preestatales el antropónimo está formado por un único nombre propio, muchas veces con algún significado descriptivo o simbólico. En las sociedades sedentarias, con jerarquización y gran número de individuos con frecuencia el antropónimo de las personas consta de al menos un nombre de pila, propio del individuo y algún tipo de nombre familiar. Así el nombre familiar puede servir para que los descendientes de miembros influyentes de la sociedad conserven el prestigio o poder de la familia a través del uso del nombre. O bien como sucede en muchas sociedades modernas, la combinación de un nombre de pila y un nombre familiar resuelve el problema de la existencia de un número de antropónimos limitado, y evita la confusión de que dos individuos tengan el mismo antropónimo.
Aunque la inmensa mayoría de los antropónimos derivan históricamente de nombres comunes, en muchas sociedades el significado original del antropónimo ha dejado de ser transparente y es desconocido. Así, en la mayoría de las sociedades occidentales, el nombre es solo una designación que no tiene ningún significado particular y cuyo origen histórico solo se conoce mediante el estudio etimológico. Por otra parte, en muchas de las sociedades conocidas, la mayoría de los antropónimos tienen origen en un nombre o un significado reconocible, ya que en esas sociedades la posesión de cierto nombre se da por razones simbólicas importantes para el grupo.
La etimología onomástica o estudio del origen histórico de los nombres de persona frecuentemente es de interés en los estudios de cambios sociales, migraciones e interacción entre sociedades diferentes. Así, la presencia de ciertos antropónimos originarios de la lengua A entre los hablantes de la lengua B, puede indicar tanto la incorporación de personas de un grupo lingüístico en otro, como la influencia de un grupo cultural sobre otro. Por ejemplo, en español la presencia de nombres hebreos se debe a la influencia de la religión judeocristiana en los hablantes de latín que dieron origen al español. Por otra parte la presencia de nombres germanos en español se debió originalmente a la incorporación de personas de origen visigótico a las poblaciones hispanorromanas de la península ibérica. En otras ocasiones, cuando los antropónimos incorporados a una lengua procedente de otra son pocos o aislados, puede deberse a una moda cultural o a factores históricos más o menos accidentales.
Según el primer libro de la Biblia, el Génesis, el nombre del primer ser humano es Adán, que significa: Hombre Terrestre; Humanidad. Proviene de una raíz hebrea que significa: “rojo”.[3] La costumbre en esta cultura era llamar al recién nacido con lo que decía el padre cuando lo veía por primera vez.
Los romanos (véase nombre romano) componían su designación con cinco elementos en este orden: praenomen, nomen gentile o gentilicium (nombre de la gens o clan: familias unidas por un solo antepasado), patronímico (en genitivo seguido de filius), indicación de tribu y cognomen (mote o sobrenombre, por lo general asociado a alguna marca física: Cicero, "verruga"; Cesar, "peludo"; Tacitus, "mudo"; Flaccus, "flojo"). Se solía abreviar omitiendo el patronímico en solo tres praenomen, nomen, cognomen: Marco Tulio Cicerón, Cayo Julio César. Si era celebrado por alguna hazaña militar, se le agregaba el agnomen: Publio Cornelio Escipión el Africano; Publio Cornelio Escipión el Numantino. Contaban con tan pocos praenomina o nombres propios de pila (dieciocho, muchos de ellos exclusivos de un clan) que cuando se les acababan daban a sus hijos nombres de números: Quintus, Sextus, Septimius, Octavius, Nonius, Decius, etcétera, algo propio de un espíritu práctico como el que se les atribuye. Salvo en esto, la onomástica latina y la griega es más o menos la misma, salvo que en Grecia abundan los nombres compuestos y se acostumbra una mayor flexibilidad: desde la época micénica y hasta la helenística, solo son obligatorios el nombre y el patronímico, expresado por medio de un adjetivo (así, en micénico, en Homero y en los dialectos eolios) o del genitivo del nombre del padre. Los nombres míticos, de antiguos héroes o celebridades, se reservaban a los esclavos o a las clases humildes.[4]
El cristianismo extendió la costumbre de usar nombres hebreos bíblicos, litúrgicos y de virtudes morales, y de utilizar una ceremonia específica para imponer los mismos, denominada bautismo; los pueblos celtas y germánicos por el contrario señalaron en sus nombres las virtudes relacionadas con el mérito guerrero y extendieron este tipo de nombres por Europa durante las invasiones bárbaras del siglo V. El Concilio de Trento (siglo XVI) consagró la costumbre de adoptar nombres de santos de la Iglesia católica, con lo que se redujo mucho la riqueza en el surtido de los nombres y se extinguieron muchos que eran muy antiguos en español (Lope, Aldonza, Nuño, Munia, Elo, Garci, Galindo, Godina, Tello, Fortún y su variante Ordoño, Yago, Sancho, Suero, Munio, Gutierre, Oneca, Toda, Ava, Constanza, Mafalda, Mendo, Mengo, Moriel, Cardiel, Elfa, Brianda, Violante, Mencía, Urraca, Lambra, Fadrique, Amicia y otros muchos más).[5][6] Se hicieron entonces comunes los nombres de advocaciones regionales de la Virgen María: Pilar, Rocío, Montserrat, Macarena, Candelaria, Begoña, Guadalupe, Loreto, Almudena, Aránzazu, Covadonga, Fuencisla, Blanca, África, Nieves, Prado... y de dogmas, sacramentos y estampas religiosas: Inmaculada, Concepción, Rosario, Ascensión, Dolores, Esperanza, Encarnación, Consuelo, Ángeles, Mercedes, Virtudes, Gloria, Pastora, Remedios, Socorro... También se extendieron nombres griegos, a veces deformados hasta lo irreconocible (Ñuflo, que proviene del griego Onófre / Ὀνούφριος, del egipcio Wnn-nfr, que significa «el que es continuamente bueno"). Hasta el Concilio de Trento también utilizaban las gentes del Medioevo castellano aplicaciones onomásticas diversas de carácter elogioso, como Lozano, Valiente, o de carácter afectivo como Tierno, Bello, Bueno, etc.; y fórmulas natalicias de buen augurio, como Buendía, Alegre, y alusivas a consagraciones a Dios o a hechos y fiestas de la liturgia católica, como Domingo, Diosdado, De Jesús, De Dios, que auspiciaban un deseo de que el hijo fuera ordenado secular o regular. Hasta fecha reciente eran raros, pero no extraños, nombres femeninos aplicados a varones si tenían matiz religioso. El antisemitismo de los cristianos desacreditó también nombres que poseían connotaciones hebraicas reconocibles, como Efrén (Ephraim) o Jacob. Perduraron sin embargo apellidos que denotaban ilegitimidad o bastardía: Expósito (del latín exposĭtus, "abandonado"), Tirado, Diosdado etc... Los anónimos niños abandonados eran un problema para los registradores civiles. Algunos de estos niños llevan el nombre de la ciudad donde fueron encontrados (apellido toponímico). Debido a que la mayoría fueron criados en orfanatos de iglesias, a algunos también se les dieron los apellidos Iglesia o Iglesias y Cruz. Blanco ("en blanco", en lugar de "blanco") era otra opción. Un primer apellido toponímico podría haber sido seguido por Iglesia-s o Cruz como segundo apellido. Desde 1921 la ley española permitió olvidar la infamia del apellido Expósito cambiando legalmente el apellido. En lengua catalana, el apellido Deulofeu ("Dios lo hizo") se daba a menudo a estos niños. Y en Aragón los niños abandonados recibirían el apellido Gracia o de Gracia, porque se pensaba que sobrevivían por la gracia de Dios. Pero estos apellidos suponían un baldón para los que los tenían; algún arzobispo piadoso, como el ilustrado Francisco Antonio Lorenzana, lo combatió dando su apellido a los expósitos en su archidiócesis.
En el ámbito hispánico, a causa de la inexistencia del concepto de nombre oficial, el orden de los apellidos fue fundamentalmente caótico hasta el siglo XIX, en que se desarrolló la ley del Registro Civil y se estatuyó tener dos apellidos, el del padre primero y el de la madre después, y que no se perdiera al casarse el de soltera de la mujer (salvo algunas excepciones en Cataluña) la cual, sin embargo, podía añadir al casarse el del marido con la preposición "de").[7] Sin embargo, desde 1999, en España, los padres pueden cambiar el orden de los apellidos si así lo desean.
Las denominaciones de esclavos en el mundo hispánico solían seguir este orden: 1.º nombre de pila (español, de origen cristiano), 2.º apellido (español o indígena, o derivaciones de formas africanas), 3.º raza: negro o prieto / mulato / zambo / pardo / cuarterón de mulato / cuarterón de zambo / sacalagua / moreno(a) / mestizo(a), 4.º circunstancia de nacimiento: criollo (esto es, nacido esclavo) / bozal (traído de África recientemente), 5.º casta o etnia: angola / mandinga / carabalí / lucumí / cocolí / folupo, 6.º gentilicio: terranovo(a), limeño, panameño, chiclayano, 7.º lugar de procedencia: Biafra, Congo, Lima, Chiclayo, Ica, etc. 8.º hacienda o lugar de trabajo: (de la) Hacienda San José, Hacienda San Nicolás, etc. 9.º oficio: panadero, chacarero, herrero, albañil, zapatero, 10.º condición esclavo / libre y 11.º amo (o propietario): de Don X / de Doña Z / del Capitán X / de su Merced Z / del Licenciado Don Y.[8] Estas denominaciones eran flexibles y las más de las veces ofrecían una versión resumida: nombre cristiano + gentilicio de procedencia africana + nombre de familia castellano otorgado por los propietarios mediante padrinazgo o bautismo + adjetivos de cualidades y defectos físicos o morales + procedencia dentro del territorio americano.[9] En cuanto a los esclavos africanos de Estados Unidos, el tabú religioso hizo que su nombre de pila fuera comúnmente el de un dios pagano o de la mitología: Venus, Júpiter, Saturno... El apellido era, sin embargo, el del amo o dueño del esclavo, aunque muchos, al ser liberados tras la guerra de Secesión, se lo cambiaron a Freeman, "hombre libre".
Hasta la Edad Media se usaban únicamente los nombres de pila. Para diferenciar a dos personas con el mismo nombre se añadía una indicación relativa al lugar en que la persona vivía, al trabajo que realizaba, o a cualquier otro rasgo característico. Así, a dos personas con el nombre Juan, se les distinguía, por ejemplo, llamando a uno Juan, el molinero y a otro Juan, el de la fuente. Cuando se instituyeron los apellidos esta costumbre se mantuvo, motivo por el cual existen todavía en la actualidad apellidos como Molinero o Lafuente. Estas costumbres eran útiles también para esconder apellidos poco prestigiosos o de origen judaico o morisco.
En español son muy frecuentes los apellidos terminados en -ez, como González, Martínez o Sánchez. Estas terminaciones indican que un antepasado tenía como nombre de pila, en este ejemplo, Gonzalo, Martín o Sancho, y que a sus hijos se les denominaba antiguamente Juan, hijo de Gonzalo; Juan, hijo de Martín o Juan, hijo de Sancho, respectivamente. Estos nombres son conocidos como patronímicos. En otras lenguas ocurre lo mismo:
El nombre de una persona (antropónimo) consta de un nombre de pila y de uno o varios apellidos, según las costumbres de cada idioma y país. El nombre de pila lo dan los padres a los hijos cuando nacen o en el bautizo (pueden ser diferentes, ya que el primero cuenta a efectos civiles y el segundo a efectos religiosos). De ahí la expresión "de pila", que procede de "pila bautismal". En cambio, el apellido o nombre familiar, comúnmente el del padre o el del padre y el de la madre (aunque en algunos países se puede invertir el orden, o cuando se contrae matrimonio cambiar uno por el del cónyuge o adoptar en exclusiva el del cónyuge), pasa de una generación a otra. La palabra apellido procede del latín y tiene el mismo origen que "apelación", es decir, "acto de llamar".
En la actualidad, en España, el nombre propio de los hijos es uno de los datos que se proporcionan al Registro civil en el momento de la inscripción del nacimiento[10][11] y puede cambiarse por motivos justificados ante un juez.[12]
En Rusia, el antropónimo de una persona, además del nombre y apellido, consta de un patrónimo derivado del nombre de pila del padre que se indica en medio de ambos como, por ejemplo, Lev Nikoláievich Tolstói (Lev, hijo de Nikolái Tolstói).
En el ámbito anglosajón es frecuente el uso de un segundo nombre o nombre medio (middle name), cuyo origen se puede adecuar con la costumbre de poner como segundo nombre el apellido de la madre para que este no se perdiese del todo, dada la costumbre de que las esposas adoptasen el apellido de su marido, perdiendo el suyo de nacimiento. Así, por ejemplo, Mary Wollstonecraft Godwin era hija de William Godwin y Mary Wollstonecraft; o John Fitzgerald Kennedy, hijo de Joseph P. Kennedy y Rose Fitzgerald. Es por ello que los anglosajones utilizan como nombres de pila antropónimos que originalmente eran apellidos, no solo ingleses, sino de otras nacionalidades, como en el caso de Mirabeau Buonaparte Lamar o Simon Bolivar Buckner.
Los antropónimos del español tienen principalmente seis orígenes:
Los antropónimos románicos del español y el resto de lenguas románicas derivan tanto de praenomina (nombres de pila) como de nomina (nombres familiares) latinos. Entre estos segundos abundan los nombre derivados, que vemos en las terminaciones en -io (Antonio, Julio, Emilio...), -ino / -ano (Saturnino, Julián/Juliano, Emiliano, ...). Ya para los romanos, muchos de estos antropónimos carecían de un significado transparente -por provenir de otras lenguas, como el etrusco-, por lo que el nombre de pila de una persona ya resultaba raramente comprensible a finales del imperio, y su imposición a un niño tenía que ver más con la tradición familiar o con los nombres locales más abundantes.
Como ejemplos baste recordar el nombre de algunos héroes bíblicos: Noé (Noah), Isaac (Yiṣḥaq), Sara, Moisés (Moshe), Josué (Yehoshúa), Isaías (Yesha'yah), etc.
Algunos nombres bíblicos cristianos son de origen arameo, ya que en el siglo I d. C., el hebreo ya no era la lengua coloquial en Judea. Entre los nombres típicamente arameos están sobre todo Tomás y Marta.
En la antroponimia española, una extensa cantidad de nombres son de clara adscripción germánica, a través de la influencia gótica; entre ellos están Ramiro, Bermudo, Galindo, Rodrigo... Estos tienen la estructura "adjetivo + nombre" o bien "adjetivo + adjetivo", siendo las dos raíces formantes de origen germánico oriental, es decir, visigótico. Algunos ejemplos de esta onomástica son:[14]
Los indígenas precolombinos tenían en general nombres de significado transparente, para los hablantes, a diferencia de lo que sucede con la mayoría de nombres de las culturas europeas modernas.
En América del Sur encontramos:
En Perú, encontramos algunos nombres en quechua como:
Entre los antiguos mexicanos encontramos nombres como:
Los mayas aportaron otros, los cuales son:
Entre los pueblos norteamericanos de las praderas, como los sioux, encontramos: