La ciudad de Sogamoso, en Colombia, posee una amplia gama de leyendas e historias presentes en su folclor.
Al ser la capital y uno de los más antiguos asentamientos religiosos de los muiscas, muchas de las leyendas y tradiciones populares provienen de las épocas precolombina y colonial. Muchas han desaparecido y otras se encuentran ocultas en la bibliografía que duerme en los escaparates de las bibliotecas. En la actualidad encontramos muchos mitos modernos.
La mitología de Sogamoso y el valle de Iraca se caracteriza por haber adoptado una multitud de mitos y leyendas de las creencias de los indígenas muiscas o chibchas del altiplano cundiboyacense, relacionadas principalmente con la cosmogonía indígena y Bochica, el héroe civilizador.
Algunas de las leyendas modernas son adaptaciones de leyendas foráneas, como la llorona y la madremonte, muchas de ellas proveniente principalmente de los colonizadores españoles.
Los mitos y leyendas de Sogamoso se pueden clasificar así:
Muchos mitos y leyendas de los muiscas o chibchas del Altiplano cundiboyasense tienen su origen en la vieja Suamox, capital religiosa de ese conglomerado indígena.estos a su vez también tienen enseñanzas para lo que es la vida cotidiana, vienen de generación en generación para no perder la costumbre.
El origen de los dos dioses de la región de Iraca —Ramiriquí e Iraca— fue recogido por el cronista Fray Pedro Simón en sus Noticias Historiales de las Conquistas de Tierra Firme en las Indias Occidentales.[2]
Una recreación literaria de la condesa alemana Gertrud von Podewils Dürniz, hacia 1930, en su obra Chigys Mie (que en lengua muisca significa "Cosas pasadas"), lo resume así:
El escritor Javier Correa Correa refiere:
También conocido como bujío, era parecido a una culebra más grande que podía medir hasta ocho metros de largo y uno de diámetro. No tenía colmillos, por lo cual no podía picar a sus víctimas y, por su grosor, tampoco las podía enrollar. Se encontraba en los bosque o parajes despoblados en el camino a los llanos de Casanare. Era muy lento este animal. Fijaba la mirada en cualquier animal o persona, abría la boca y despedía un vaho pestilente con el cual lo inmovilizaba y lo atraía hasta que se lo tragaba.
Se dice que la piedra de la paciencia "está en La Meca y alrededor de ella millones de peregrinos dan vueltas contándole sus desgracias". El día que no le quepan más desgracias explotará y tendrá lugar el Apocalipsis.[4]
También lleva este nombre una roca que halló el Barón de Humboldt en las Bocas del río Meta.[5] Estas dos piedras permanecen en sus lugares, no así la gigantesca que, aún muy entrada la época de la colonia, dominaba la ciudad de Sogamoso en un lugar del cual no hay rastros y nadie recuerda.
Con la ayuda del cura doctrinero y las autoridades coloniales, el acaudalado señor X se dio a la tarea de levantar el velo de misterio que cubría la inmensa mole sobre la cual se leía esta frase, cortada en dos renglones:
Sería un tesoro enterrado?
Agotados los peones y la bolsa del hacendado, meses después la piedra cedió al empeño de las palancas y rodó cuesta abajo.
Cuál sería la sorpresa cuando en la otra cara de la roca, oculta por muchos años, los presentes leyeron con claridad:
El Emperador Carlos V o el Rey Felipe II habrían regalado sendos retratos sagrados a las poblaciones de Sogamoso y Monguí. Uno era de la Sagrada Familiapintado po uno de ellos; el otro, San Sebastián o San Martín de Tours. De todos modos, la Virgen María no estaba de acuerdo con quedarse en Sogamoso y cambió con el santo destinado a Monguí.
Respecto a este suceso se han planteado las siguientes dudas históricas
En Colombia hay "vírgenes para escoger",[7] como lo demuestra Emma Forero Diago en su libro Los lugares de Maria,[8] y en Sogamoso dos de ellas son la Virgen de Monguí y la Virgen de la "O" de Morcá[9]
Según la leyenda, cuando "el sol no se ocultaba en el imperio español", Su Majestad, el Rey, tuvo a bien destinar un el retrato de San Martín de Tours al Convento de Monguí, en tanto que el óleo de la Virgen María sería entronizado en la iglesia de Sogamoso. Esta última, que era “tan celebrada por sus prodigios”, al decir del cronista Don Lucas Fernández de Piedrahíta, no estuvo de acuerdo con la imperial orden y como "donde manda capitán, no manda marinero", de la noche a la mañana intercambió de aposento con el santo francés. Vanos fueron los esfuerzos de los feligreses por devolver las imágenes a sus lugares.
Muchas veces hicieron la penosa procesión desde el valle hasta la montaña, salvando riscos y los precipios del caudaloso río que formaba el límite entre las dos poblaciones. Sin importarles los esfuerzos humanos, con la velocidad del rayo, las imágenes huían en la noche y la mañana siguiente reaparecían bajo el techo de su predilección.
Otra versión de esta leyenda fue recogida por Ocampo López en el [3] capítulo "Sobre las romerías y el folclor religioso en Boyacá":
A la cual respondieron los sogamoseños con esta otra:
¿Cuál sería realidad histórica?
El Diccionario Geográfico Universal, por una sociedad de literatos, dedicado a la Virgen Nuestra Señora Q(ue) D(ios) G(uarde), publicado en Barcelona (1833), sostiene en la página 148 del tomo IX, que el Emperador Carlos V obsequió a la iglesia parroquial de Sogamoso un retrato al óleo de San Sebastián, santo al cual estaba dedicada la ciudad[10]
Sin embargo, la tradición lugareña sostiene que el óleo obsequiado era el retrato de la Virgen María, y el San Sebastián estaba destinado a la iglesia doctrinera de Monguí, donde haría compañía a otro mártir, San Lorenzo. Pero la Santísima Virgen, no estaba contenta con la decisión imperial y se propuso cambiar de sitio con el santo de las saetas.
Así, un día la Virgen hizo el milagro de aparecer en Monguí, dejando a San Sebastián en Sogamoso.
De nada valieron las protestas de los frailes, ni que los fieles y las autoridades devolvieran los cuadros a los lugares destinados. Las imágenes cambiaron de lugar tantas veces como tantas las regresaron. La Virgen se obstinó en quedarse para siempre en el idílico paisaje de Monguí.
Por su parte, San Sebastián no tuvo otro remedio que acatar a la Madre de Dios y aún se le podía ver en la iglesia parroquial hasta comienzos del siglo XIX.
Como todas las leyendas se van enriqueciendo con el paso de boca en boca, la historia de las imágenes tiene otro color en la página oficial del Municipio de Monguí:
Pero Don Manuel Ancízar en el capítulo 23 de su obra La peregrinación de Alpha nos descubre otra historia acerca de la imagen de la Virgen de Monguí, que en nada se parece a todo lo escrito atrás:
Si bien la Virgen quedó a sus anchas en la población de Monguí llegando a ser “tan celebrada por sus prodigios”[4], al decir de Lucas Fernández de Piedrahíta, parece que a san Sebastián no le fue igual: su imagen llena de flechas parecía como víctima de los indígenas y pocos feligreses le eran fieles.[13]
Como nadie supo dar razón de San Sebastián, los sogamoseños colocaron las estatuas de San Martín de Tours y de San Jorge de Inglaterra flanqueando a la Virgen en la fachada de su catedral.
Durante buena parte del siglo diecinueve, el fantasma fue un personaje que amedrentó a la población, obligándola a recogerse al llegar la noche. Era una blanca figura, de pasos lentos, que solía recargarse en los aleros de las casas esquineras. La sombra que proyectaba a la luz de los faroles de aceite infundía el pánico hasta cuando, con la aparición de la luz eléctrica, se enredó con los cables y estuvo a punto de caer electrocutado... era un simple mortal sobre unos grandes zancos de madera y su tarea, servir de centinela a una banda de ladrones.
El tunjo era un ser bajito, de piel quemada que en medio del arco iris dejaba ver su verdadero rostro de oro, macizo como todas las joyas de los indios que guardaba celosamente en el fondo de las manas y pantanos. "Cuando acaba la lluvia, decían las abuelas, es fácil descubrir el escondrijo del tunjo: está junto a un pantano, donde nace el arco iris".
A ese lugar no se debían acercar los niños y mucho menos las mujeres bonitas... los primeros se ahogaban, las segundas resultaban embarazadas.
Por lo general, los duendes, llamados en la región también animes, solían apoderarse de casas enteras para destruirlas ante el asombro de los grandes y el regocijo de los chicos.
Nadie los pudo ver, pero lo cierto era que de la nada lanzaban piedras contra los vidrios, rompían vasos y botellas, arrastraban armarios y con su furia desvencijaban puertas, techos y ventanas.
A veces se apoderaban de algún cristiano y lo convertían en súcubo y epiléptico para que hiciera los daños. En estos casos, si fallaban los exorcismos del párroco vecino, no había nada mejor que unos cuantos baldados de agua fría.
Los animes sogamoseños, eran traviesos, a diferencia de sus congéneres macondianos, como lo registra John Saldarriaga en "La sombra de Gabo en Aracataca.":
De claro origen español, durante muchos años solía referirse la presencia de esta llama en diferentes épocas del año, con el avance urbano se fue restringiendo a lugares apartados. En realidad se trataba de los llamados fuegos fatuos, generados por el gas metano, o gas de los pantanos, generado por desperdicios en descomposición (residuos de cosechas, abonos y animales muertos).
En Sogamoso se escuchan cuentos y narraciones de personajes mitológicos provenientes de otras regiones, entre los cuales se destacan la patasola, la llorona y la madremonte.
Estas versiones varían muy poco en su forma y mantienen su fondo, igual que en otros municipios boyacenses como Macanal.
Los mitos y leyendas de Sogamoso, se han ido diluyendo con el paso del desarrollo urbano y tecnológico y en su reemplazo han aparecido las versiones urbanas de hechos reales o ficticios con grandes dosis de exageración. Ya lo afirmaban a finales del siglo XIX los sogamoseños ante la perspectiva de que hasta sus lares llegara el ferrocarril: "¡Abrid paso al progreso!... Aunque nos atropelle".[17]
Cómo el paciente caracol, con su casa a cuestas, ascendió por el arco iris hasta llegar a la cima del cielo y convertirse en sol.
Era Carlitos Mochacá un caracol de tierra. Bajito, el corazón se le salía del pecho por el esfuerzo que le imponían las alturas de la agreste sierra andina.
Ya se habían olvidado las andanzas del fantasma de los zancos, bien entrado el siglo XX, cuando un espectro amedrentaba a los viandantes con sus gemidos.
Aquí se resume la leyenda recogida por Fabio Barrera entre los habitantes de Mochacá en 1.974:[18] Llegada la noche, el fantasma solía apostarse en los recodos de los extramuros y su presencia obligaba a que los últimos viandantes tomaran por vías inhóspitas y descampadas, donde eran fácil presa de los ladrones.
En cierta ocasión la oscuridad tomó en medio del camino a don Martín Barrera, un acorpado artesano que se dirigía a Río Chiquito con la bolsa llena para pagar los jornaleros de sus maizales.
Al pasar frente al cementerio, escuchó el jadeo del alma vagabunda que se acercaba entre la neblina y el crujido de los sauces, como obligándolo a entrar al camposanto.
El artesano sabía que nadie había resistido la presencia de esta ánima en pena y todo el mundo huía dejando sus haberes en manos de estas ánimas en pena; sin embargo, esperó hasta que la silueta se materializó frente a él y en un dos por tres le propinó una trompada, enviándola entre el vallado. Tras el chapalazo, se escuchó el grito angustiado de un hombre envuelto en la sábana blanca: "¡Sálveme Don Martín! Soy yo, ¡Ángel Custodio!"
Los compinches del ánima adolorida tomaron las de Villadiego, dejándola envuelta con su blanca sábana, adornada con los sapos, ranas y sanguijuelas del pantano".
Don Lorenzo Vácarez, devoto de Santa Bárbara, amasó una buena fortuna en los llanos de Casanare y en agradecimiento coadyuvó con una buena suma para la reconstrucción de la capilla que domina la ciudad.[19]
Acerca de la vida de don Lorenzo Vácarez y la leyenda de su tesoro, se puede consultar la obra del historiador Guillermo Plazas Olarte.[20]
Notable ganadero, que se hizo a pulso en las faenas de los llanos casanareños, Don Jesús Bernal contrajo tres matrimonios y dejó una numerosa prole.
En la incandescente sabana de Casanare creó su fundo o hacienda, a la cual dio por nombre Macolla de guafa, más conocida como Macoyuguafa.
La macolla es el conjunto de tallos originados a partir de una raíz única, y guafa es el nombre popular de una especie de bambúsea, también denominada guadua.
Véase, Lilia Montaña de Silva Célis, "Mitos, leyendas, tradiciones y folclor del lago de Tota".