2 Pedro 1 es el primer capítulo de la Segunda Epístola de Pedro del Nuevo Testamento de la Biblia cristiana.[1] Compuesto por Simón Pedro, uno de los primeros Doce Apóstoles de Jesús. Contiene saludos y enseñanzas sobre la llamada de Dios y el testimonio de la gloria de Cristo.[2]
Esta carta, similar a la de Judas, busca reafirmar la esperanza en la segunda venida de Cristo. Se exhorta al cristiano a profundizar en la fe recibida y a confiar en la enseñanza apostólica, evitando a los falsos maestros que, al no esperar la segunda venida, promueven una vida inmoral que les traerá juicio divino. En contraste, se asegura que la «segunda venida del Señor», aunque parezca tardar, es una realidad cierta, lo cual demanda vigilancia. El conocimiento de Dios y de Jesucristo proviene de una fe recta que exige coherencia en la conducta. Este enfoque responde a enseñanzas erróneas que distorsionan la fe auténtica. Además, el texto subraya la divinidad de Jesucristo, llamado «nuestro Dios y Salvador». El saludo incluye «gracia y paz», que sintetizan los dones de la vida cristiana.[5]
Dios, con su poder, ha elegido a los Apóstoles y les ha concedido gracias admirables para que todos los hombres lleguen a ser «partícipes de la naturaleza divina» (v. 4). En esta breve fórmula, que ha tenido un papel muy importante en la reflexión teológica y en especial sobre la doctrina de la gracia, se resumen los frutos que esos preciosos bienes producen en los cristianos. Como consecuencia de la unión de la naturaleza humana y la naturaleza divina en la Persona del Verbo el hombre es divinizado:[7]
El Hijo de Dios se hizo hombre para hacernos Dios.[8]
Esa «divinización» es, al mismo tiempo, el inicio y la meta definitiva de la vida cristiana. Inicio, en cuanto que es incorporación a Cristo mediante el Bautismo, y lleva consigo —a través de la gracia y la filiación divina adoptiva— el participar de la misma vida de Dios. Meta definitiva, en cuanto que esa participación llegará a su plenitud y se perfeccionará definitivamente en el Cielo, al contemplar a Dios «tal cual es» (1 Jn 3,2). De todos modos, la Santísima Trinidad inhabita —ya en esta vida— en el alma en gracia.[9]
La fe nos dice que el hombre, en estado de gracia, está endiosado.[10]
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A la iniciativa divina se ha de responder con la fe y la práctica de las virtudes, y alcanzar así la meta y la plenitud a la que Dios llama. Para el cristiano, las virtudes no son un fin en sí mismas, sino medio necesario para alcanzar el conocimiento de Cristo; quien no se ejercitase en las virtudes se incapacitaría para verle.
Por medio de estas virtudes, si las ponemos en práctica, Dios se nos deja ver; pero si no las practicamos, no podemos ver a Dios.[12]
Por eso, Teresa de Jesús insistía en la necesidad de no separar contemplación y esfuerzo por crecer en la virtud:
Torno a decir que es menester no poner vuestro fundamento sólo en rezar y contemplar; porque si no procuráis virtudes y hay ejercicio de ellas, siempre os quedaréis enanas, y aun plega a Dios que sea sólo no crecer, porque ya sabéis que quien no crece, descrece.[13]
Entre las virtudes, la fe y la caridad que se mencionan son principio y término de la vida. El principio es la fe; el término, la caridad. Las dos, trabadas en unidad, conducen a Dios, y todo lo demás que atañe a la perfección y santidad se sigue de ellas. [14]
En este pasaje queda reflejada la finalidad de la carta, que tiene carácter de «testamento espiritual»: traer a la memoria las verdades cristianas y estimular a los fieles en la práctica de las virtudes. La imagen de la tienda de los nómadas es muy expresiva de lo efímero de la vida del hombre sobre la tierra.
Es semejante a como los peregrinos, dejando las tiendas, vuelven a su casa después de terminar la peregrinación. O como vuelven a la patria los que habían salido en campaña, después de hacer huir o vencer al enemigo. Porque saben que sólo en el cielo está su propia casa, su ciudad y su patria.[16]
La autoridad apostólica que afirma la condición divina de Jesús no se fundamenta en «fábulas ingeniosas», sino en el testimonio de quienes presenciaron la revelación de Dios en el monte Tabor. La Transfiguración de Cristo constituye una garantía de la verdad sobre la Parusía, su segunda venida, que algunos rechazaban. En aquel momento, Jesús mostró de manera pasajera su divinidad, pero al final de los tiempos esta se manifestará plenamente y de forma definitiva.
El testimonio de los profetas confirma la verdad de la Parusía, ya que constituye la Palabra de Dios. Por esta razón, las Escrituras no admiten interpretaciones «privadas» ni arbitrarias, evitando que se reduzcan a sentimientos personales o especulaciones míticas. El versículo 21 resalta la naturaleza de la inspiración bíblica: la Sagrada Escritura fue escrita bajo la acción del Espíritu Santo. En la elaboración de los textos sagrados, Dios y el autor humano colaboraron de manera que el resultado es plenamente divino y plenamente humano. Por ello, como subraya el autor, la interpretación de la Escritura debe ser fiel y no subjetiva. La Iglesia ha recibido el encargo y el ministerio de custodiar y explicar auténticamente la Palabra de Dios.[18]
El oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios escrita o transmitida ha sido confiado únicamente al Magisterio vivo de la Iglesia, cuya autoridad se ejerce en el nombre de Jesucristo. Este Magisterio, evidentemente, no está sobre la palabra de Dios, sino que la sirve, enseñando solamente lo que le ha sido confiado, por mandato divino y con la asistencia del Espíritu Santo la oye con piedad, la guarda con exactitud y la expone con fidelidad, y de este único depósito de la fe saca todo lo que propone como verdad revelada por Dios que se ha de creer.[19]